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Eclipse total del amor. Corazones rotos, de Gilles Lellouche

hace 14 horas
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A Gilles Lelouche le gusta narrar con siluetas. Hay por lo menos cuatro secuencias importantes en “Corazones rotos”, la taquillera película francesa que estrenó MUBI esta semana, que apelan a que sean las formas oscuras de sus personajes las que nos cuenten lo que está pasando, ya sean los perfiles alumbrados por fogonazos de balacera, las figuras danzantes que apenas distinguimos en una discoteca, o las siluetas de los amantes que se vuelven uno al tomarse de las manos, en encuadres que rozan la cursilería de aquellas postales que se regalaron alguna vez los jóvenes de los ochenta.

En esa década se conocen Jackie y Clotaire. Ella, una niña rebelde expulsada de colegio católico por contestona, fanática de The Cure, que llega a la escuela pública con la expectativa de su padre y de ella misma de buenos resultados académicos que le permitan una carrera a la altura de su inteligencia; él, un muchachito perdido de pandilla de barrio que no quiere estudiar y que pretende hacerse notar poniéndoles apodos a los que bajan del bus escolar. Su encuentro, lo sabemos gracias a las buenísimas actuaciones de Mallory Wanecque y Malik Frikah, les cambiará la vida para siempre, como en esas historias de amor legendarias y naif con las que se construyó el imaginario pop estadounidense de finales del siglo XX. Lellouche, como tantos buenos actores cuando dirigen, consigue de su reparto interpretaciones de primer nivel, que imitan sin pudor el cine de John Hughes. Es curioso que en Cannes la película hubiera sido tan maltratada por la crítica estadounidense, supuestamente por abuso de clichés, cuando lo que hacen Lellouche y Ahmed Hamidi y Audrey Diwan en el guion es justamente llevar al terreno de “The breakfast club” a adolescentes un poco menos idealizados.

El problema fundamental de “Corazones rotos” es que en su segunda mitad, cuando Jackie y Clotaire son adultos, y están interpretados por Adèle Exarchopoulos y François Civil, la película no logra conservar la misma química de las secuencias en que convivíamos con sus encarnaciones jóvenes. Tal vez porque no se contenta con su inicial destino de cine romántico juvenil, y al inclinarse por terrenos más obscuros, coqueteando con el thriller de mafiosos, hace que la historia intente abarcar más de lo que puede. Y aunque Lellouche y sobre todo su director de fotografía, Laurent Tangy, conservan el brío formal de la cinta, con el uso de iluminación de colores para aumentar el dramatismo, o con la búsqueda siempre de un movimiento interesante o un ángulo curioso para la cámara (con una persistencia que se vuelve rutina) terminan desaprovechando lo mejor de su propuesta, que era justamente crear una historia de amor grandilocuente pero creíble.

No es un esfuerzo fallido, pues hay hallazgos como la relación entre Jackie y su padre (un admirable Alain Chabat) o el homenaje final, sin tapujos, a Tarantino. Le pudo más el amor por las siluetas a Lellouche, bello a la vista pero carente de la profundidad que necesita un romance de cine para no ser simplemente otra historia de amor.

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