“Me odio”, dice Anna, la protagonista de “El recuerdo de Marnie”, poco después de que la conocemos. Lo dice porque ve a ese mundo que la rodea, esos compañeros con los que no tiene ningún interés común para compartir y a esos papás adoptivos que no se atreve a llamar familia, como vería un astronauta un planeta extraño. Tal vez por eso los dibuja con tanto detalle: para tratar de comprenderlos.
Si hay algún momento de la vida de las personas cuya “verdad” es más difícil captar en el cine, es la adolescencia. Porque falsear la adolescencia, es muy fácil. Hay cientos de películas que convierten esos años complejos en unas representaciones facilonas de “malos” y “buenos” en los pasillos de un colegio, y otras tantas, hechas con visiones un poco más serias de esta etapa, pero interesadas únicamente en los extremos escandalosos y autodestructivos a los que puede llegar un muchacho en esa edad (el cine de Larry Clark, por ejemplo) Es paradójico que una película animada se destaque por transmitir una versión tan lograda y veraz de ese desespero poético, esa rabia con el mundo y con nadie al mismo tiempo, que es la adolescencia.
Por eso el comienzo de “El recuerdo de Marnie” puede ser tan problemático para los que asistan a la película creyendo que verán una explosión de fantasía, como las que suele presentarnos Ghibli, el famoso estudio japonés de animación que la produce, y que nos ha maravillado con películas como “El viaje de Chihiro” o “El castillo ambulante”. Aquí no hay criaturas fantásticas o seres sobrenaturales de formas graciosas. Sólo otra niña, Marnie, que se le aparece a Anna en la ventana de una mansión abandonada, en el pueblo costero al que sus papás la han enviado para que se mejore de su asma. Sin embargo, es justamente la sencillez de “El recuerdo de Marnie”, la que le permite desarrollar de manera tan afortunada esa ambigüedad permanente, ese no hallarse en la vida que todos conocimos. Nunca tenemos claro, hasta el final, si Marnie es sólo un producto de las inseguridades de Anna, es decir, una “amiga imaginaria” hecha a su medida, o si hay alguna conexión mística entre ellas.
El director, Hiromasa Yonebayashi, que ha hecho toda su carrera en Ghibli, sabe defender las mejores tradiciones del estudio al presentarnos unos escenarios preciosos, dibujados a mano y unos personajes entrañables, siguiendo las enseñanzas de Hayao Miyazaki. Fue este quien alguna vez escogió “When Marnie was there”, la novela de Joan G. Robinson, como uno de los cincuenta libros indispensables para cualquier niño. Por lo tanto, esta adaptación tan “adulta” no significa que el estudio quiera cambiar las temáticas que le han dado éxito. Es más bien una muestra de que saben que la adolescencia es tan compleja, que basta con describirla con cuidado y delicadeza, para que nos adentremos en un mundo difícil y riesgoso, cuyas reglas son tan complicadas como las de cualquier reino fantástico. Un mundo al que sólo se sobrevive, con buenos amigos”