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Cuando el infierno se congela. The revenant, de Alejandro González Iñárritu

06 de febrero de 2016
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Al final, cuando todo se termina, Hugh Glass, el explorador que realmente vivió en el siglo XIX, usando la mirada de acero azul de Leonardo DiCaprio, nos ve a los ojos con la misma desesperación y angustia que debe tener el creyente luego de completar una larga penitencia. Ahora que su dios o sus dioses le han concedido lo que quiere, ¿qué debe hacer? ¿Qué podemos hacer cuando ya no tenemos aliento ni esperanza? ¿Cuándo la venganza nos ha dejado secos por dentro?

Para llegar a ese punto, lo hemos acompañado con el corazón en la boca desde que el grupo de comerciantes de pieles al que servía de guía fue atacado por los indios Arikara y los sobrevivientes tuvieron que huir en un precario barco de madera para ponerse a salvo. Ese ataque, filmado con precisión asombrosa, sin ahorrarnos ninguna imagen cruel (hay flechas que atraviesan cuellos, hachazos que mutilan) pero con la extraña belleza que le confieren el sol frío que acompaña casi toda la película y los largos y perfectos planos de Emmanuel Lubezki, es el prólogo a lo que viviremos: la épica jornada a través de terrenos inhóspitos, el infierno helado, que un hombre dado por muerto emprende solo, enfrentando ríos caudalosos y tribus indígenas, osos pardos y traficantes franceses, alimentado por el deseo ciego de cobrar justicia con quienes lo dejaron abandonado.

Si en “Birdman”, Alejandro González Iñlárritu había decidido castigar el ego de su personaje principal, en “El renacido” parece decidido a quebrar su cuerpo. Leonardo DiCaprio, en una interpretación de compromiso actoral inobjetable, sufrirá casi todos los dolores que uno pueda tener, como si en él se ensañara Dios por las faltas de los hombres que le rodean. Las connotaciones bíblicas aumentan cuando los recuerdos de Glass nos muestran que alguna vez vivió en “el paraíso”, pero que fue “expulsado” de él dejándole a su descendencia -un muchacho mestizo a quien cuida con un afecto brusco y salvaje- una marca indeleble en el rostro, como si estuviéramos frente a un Adán cubierto con pieles de fieras.

No es nuevo en el director mexicano acompañar el dolor y el sufrimiento de sus criaturas. Pero el gran valor de “El renacido” es la ambición por crear una épica avasallante y original, en que los planos abiertos con multitudes de extras y la música sinfónica, su recurso más clásico, son remplazados por cierta percusión triste y por la elegancia de la cámara que llega desde el plano general a través de movimientos imposibles, hasta quedar pegada al rostro de sus actores, sin temer ensuciar el lente con su aliento y su saliva y su sangre.

Iñárritu, que intenta sacarse la espina por algo que no funcionó antes, poniendo de nuevo a las almas de los difuntos flotando sobre los vivos en sus sueños (como en la irrelevante y dolorosa “Biutiful”), derrocha maestría y estilo en el resto de sus decisiones de guión y dirección (como contratar en el diseño de producción a Jack Fisk, quien ha cumplido esa tarea en el cine de Malick y en “Petróleo sangriento” de Paul Thomas Anderson), consolidándose como un autor que explora las distintas aristas del dolor.

Con esta historia, llevada hasta su nervio emotivo, parece querer decirnos que la civilización sólo llega cuando aplacamos nuestros instintos; cuando nos preguntamos qué sigue después de vengarnos.

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