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Samuel Castro
Se supone que pintamos a la justicia como a una dama que tiene los ojos tapados y está virtualmente ciega porque esa ceguera es la que permite que sea imparcial. Si tuviera la oportunidad de ver si juzga a un rey vestido con brocados de plata y usando la corona o a un mendigo harapiento, es probable que su juicio cambiara. Por eso la noción de imparcialidad que le pedimos al periodismo o a los opinadores es, la mayoría de las veces, un bonito chiste: les estamos suplicando que no vean la realidad que los rodea.
En “Anatomía de una caída”, su coguionista y directora, Justine Triet, ha logrado encontrarle un ángulo muy original a la paradoja de la justicia. Triet nos presenta un hecho que los espectadores tampoco vemos cuando ocurre: la caída mortal de un escritor, cuyo cuerpo encuentra en la nieve su hijo ciego, después de un paseo con su perro guía. Y no lo vemos porque la directora quiere que no podamos tomar partido desde el principio; que seamos nosotros, luego de presenciar los testimonios durante el juicio, los que resolvamos si la acusada, que es la esposa del fallecido, la mamá del testigo más importante, y una escritora de prestigio, mucho más exitosa en ventas que su marido, es la culpable.
Sin ofrecernos una narración visual muy original, aunque sí una edición magnífica, los mayores méritos de “Anatomía de una caída”, que la llevaron a ganar la Palma de Oro en Cannes el año pasado y a obtener cinco nominaciones al Óscar, pasan por la soberbia actuación de Sandra Hüller, y por la astuta y planeada exactitud con que el guion va develando de a poco las motivaciones de los implicados en la trama. Creemos algo cuando sabemos que el marido tenía unos celos paranoicos frente al éxito de su esposa. Puede que pensemos otra cosa cuando averigüemos que ella es bisexual o cuando escuchemos las dolorosas y crueles discusiones en las que la pareja expone todas sus miserias. Pero ese cambio de punto de vista es tal vez más importante que el resultado final, porque es justo lo que quiere probar la directora: eso que llamamos “la verdad” cambia de acuerdo con las creencias que profesemos o con las emociones que sintamos en cierto momento.
Así como todos somos a veces Daniel, el niño ciego que crece de golpe ante las distintas revelaciones, también hemos sido muchas veces el antipático fiscal, casi irracional, que quiere ver enemigos y conspiraciones en todas partes. Cuando escuchamos a este abogado buscar en las novelas de la acusada indicios de su culpabilidad, entendemos lo ridículos que nos vemos todos en Twitter diciendo que alguien es mala persona sólo porque no lloró ante las cámaras o lo tontas que son las teorías que soportan las acusaciones contra Woody Allen en lo que ocurre en sus películas.
Tal vez deberíamos ser todos más cautos a la hora de emitir juicios. ¡Pero quién se ha creído el arte que es para sugerirnos cómo hacer las cosas en la vida real! Que el arte se quede mejor encontrando metáforas: como la de una dama con los ojos vendados que sostiene una balanza.