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Barcos para el río de la vida. Sendero azul, de Gabriel Mascaro

hace 11 horas
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  • Barcos para el río de la vida. Sendero azul, de Gabriel Mascaro

Adolfo Bioy Casares tenía casi 55 años cuando escribió “Diario de la guerra del cerdo”, aquella novela mucho menos leída de lo que debería, en la que se desata un violento enfrentamiento en Buenos Aires entre jóvenes y viejos. Por supuesto eran otros tiempos y hoy muy pocos diríamos que un tipo que promedia su quinta década está a punto de ser un anciano. Pero Bioy, visionario, vaticinó con acierto que la confrontación con la vejez se convertiría en una de las grandes preocupaciones de la humanidad, y que Latinoamérica, un subcontinente eternamente joven, donde nos preocupa menos que en otras partes la conservación de lo antiguo, sería el escenario perfecto para quién sabe qué abusos contra la tercera edad.

Gabriel Mascaro, hijo de su tiempo, ubica el comienzo de la vejez a una edad más avanzada y el conflicto entre generaciones de una forma menos explícita (aquí nadie muere nunca) pero al mismo tiempo más inquietante, pues en la Brasil de un futuro muy cercano que retrata en “Sendero azul”, a los viejos les adornan sus casas con coronas de laurel gigantes para que todos sepan que allí vive alguien homenajeado por el Estado (aunque sospechemos que en realidad es su forma de “marcarlos” para que los vecinos los vigilen) y a los 75 se los llevan a un lugar llamado “La Colonia”, donde supuestamente viven con comodidad, pero del que nadie sabe nada, pues todo viejo que hace ese viaje, jamás regresa.

Mascaro construye una distopia temible sin mayor uso de efectos especiales, puede que por falta de medios, pero con la tranquila certeza tercermundista de que los carros voladores y los robots multifacéticos serán para otros. Aquí lo que tendremos, nos propone, serán estados cada vez más autoritarios, que ante las necesidades de productividad de la economía, dispondrán de los destinos de sus ciudadanos sin pedirles permiso; y sociedades resignadas que se contentarán con recibir un subsidio por ocuparse “del abuelo” hasta que sea el momento de montarlos a un bus donde los pañales son obligatorios porque “el trayecto es largo”.

Tereza, una espléndida Denize Weinberg, capaz de sostener escenas en los que el único paisaje es su rostro, no quiere que la manden a la colonia sin haber viajado en avión. Ese será el punto de partida de su rebeldía y de su periplo, pero en el camino irá aprendiendo y descubriendo cosas que le cambian el rumbo y la llevan a pensar que en ese río que es la vida, todavía tiene muchos meandros por recorrer. Que los arrepentimientos son inevitables, como le recuerda Cadu, el personaje de Rodrigo Santoro, pero que lo importante, si se tiene energía para hacerlo, es animarse a emprender nuevas aventuras.

Guillermo Garza, el director de fotografía, y Dayse Barreto, la directora de arte, logran que el color azul del título esté presente siempre, pero Garza logra además algunas escenas mágicas en una pecera, que explican en unos pocos segundos que quitan el aliento, el encuadre elegido para toda la película. Es la belleza de la muerte que se enfrenta con valentía. No esa muerte por decreto que algunos quieren darle a los viejos que seremos.

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