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Columnistas | PUBLICADO EL 03 octubre 2022

Viaje al norte

En la Lima de entonces, la costumbre era en los años nuevos, luego de bailar toda la noche, venir a tomar desayuno en uno de estos pueblos, costumbre que los comandos armados de Sendero Luminoso interrumpieron abruptamente.

Como la salida de Lima siempre es caótica, tanto al sur como al norte, partimos a las seis de la mañana, rumbo a Ancón y Pasamayo. Hay una densa neblina y esa invisible lluvia que los limeños llaman garúa: cae agua del cielo que moja, pero no se ve. Tanto que el autor de Moby Dick, Herman Melville, cuando estuvo aquí, trabajando en un barco ballenero, creyó que Lima era “una ciudad de fantasmas” y así lo consignó en una carta.

Ocurre que los españoles llegaron a estas tierras a comienzos del verano y, según la tradición, los indios explicaron a los conquistadores que este lugar era bueno para fundar la capital del Perú, y ellos, obedientes, lo hicieron así. Al sur y al norte, a solo cincuenta kilómetros, había un tiempo mil veces mejor, con sol todo el año y unas playas de sueño. Pero Lima está en este cajón invernal, que vive bajo nubes espesas y lluvias secretas ocho meses al año cuando menos, como ahora, y solo goza de tres meses de verano, en que los turistas pueden disfrutar de sus playas y, sobre todo, de su calor asfixiante. El resto del año, se mueren de frío y los resfríos hacen estragos en los frágiles pulmones que tienen sus habitantes, propensos a los catarros y a veces a las pulmonías.

Ancón ya no se ve. Ese balneario de gente con dinero ha quedado a la izquierda, envuelto en la neblina, y la carretera sube las peligrosas curvas de Pasamayo, aunque, oh, sorpresa, ya no son nada peligrosas, pues ahora la carretera circula por las cumbres, y hay dos filas en ellas, una de ida y otra de venida. Esto es una gran novedad para mí, que vuelvo a estas tierras luego de veinte o veinticinco años, la última vez por lo menos en que viajé por aquí, rumbo a la Piura de entonces, tan golpeada por las inundaciones del Niño que parecían cebarse contra esa tierra querida donde terminé el colegio, y, mientras estudiaba, trabajaba en La Industria como periodista. Allí, en el Teatro Variedades, estrené mi primera obra de teatro, La huída del Inca, y también la dirigí, sin saber nada de teatro —y así creo que salió—.

El paisaje, entre Lima, Chancay y Huacho, es uniforme, con olas espumosas que parecen tragarse los ralos contrafuertes de la cordillera de los Andes que vienen a morir aquí, sin morder esos agónicos pedazos de piedra en que desaparece devorada por el mar. El ruido es el de entonces: feroz e inútil, porque las espumosas olas muerden solo el vacío. Entre Huacho, Chancay y Huaral hay pequeños sembríos y viejos pueblecitos, pero pujantes, que se empeñan en crecer, aunque los detengan los cerros que a veces quieren hundirlos en el mar. Aquí, en Puerto Supe, escribió Blanca Varela sus primeros poemas, cuyo título, Este puerto existe, se lo dio Octavio Paz.

En la Lima de entonces, la costumbre era en los años nuevos, luego de bailar toda la noche, venir a tomar desayuno en uno de estos pueblos, costumbre que los comandos armados de Sendero Luminoso interrumpieron abruptamente, hasta que la costumbre cesó. Estos pueblecitos han crecido y están llenos de cafés, que ofrecen bebidas y toda clase de objetos con muchos colorines. El comercio parece intenso y muy variado. Los arenales que ocultan los cerros de piedra se suceden, monótonamente. Ellos irán a terminar en la ciudad de Chan Chan, en las afueras de Trujillo, cuyas misteriosas paredes y casas de adobes formaron parte del Gran Chimú, la primera civilización prehispánica que encontramos a nuestro paso. A nuestro alrededor, la Señora de Cao continúa indómita, explorada por los arqueólogos, y sus cabellos siguen creciendo, luego de cientos de años, indiferentes frente al tiempo.

A doscientos o doscientos cuarenta kilómetros de Lima, el paisaje cambia bruscamente. Las dunas son más grandes y también, se diría, las ruidosas olas que se avientan contra las playas como si quisieran destrozar los autos que avanzan a Huarmey y Casma por sus orillas. Estos son los términos de una civilización guerrera, el Gran Chimú, cuya capital estaba en la sierra, y cuyas virtudes milagrosamente se extendían hasta Arequipa, Bolivia e incluso el Brasil. Yo estuve allí arriba y vi los laberintos de esas montañas, donde la gente se hacía azotar, para alcanzar ciertas gracias del cielo, que les permitían vivir unos años más. El Gran Chimú floreció muchos años antes que el Imperio de los incas, y fue muy influyente desde el punto de vista religioso, pues sus milagros —llamémolos así—, de los que se hablaba en toda América, atraían esas columnas de visitantes que venían para hacerse azotar en los laberintos del Gran Chimú, además de inmunizarse contra los diablos. Y parece que la medicina era eficaz, pues, incluso durante la conquista, los peregrinos seguían viniendo y trepando la cordillera para hacerse desangrar.

Paramos en Casma, a unos trescientos cincuenta kilómetros de Lima. En el restaurante La Balsa nos anuncian que el pulpo ha desaparecido de las aguas peruanas, por la pertinacia de los pescadores en atraparlo, sin respetar las vedas. En adelante, y hasta que estas se respeten, los peruanos dejarán de comer el pulpo, que las cocineras y cocineros preparaban deliciosamente con ají, papas y arroz. Nos debemos contentar con un pescado hervido y renegrido, muy picante, con lentejas y arroz.

Pasamos Trujillo a toda velocidad, pues esta ciudad, antiguamente señorial y orgullosa de sus familias de abolengo, ahora está bajo una lluvia que, a todas luces, la desordena y caotiza. Con sus enormes lagunas en las esquinas, alcanzamos a ver la Catedral y dos iglesias más, todas muy modernas y con pinturas más bien execrables en sus paredes, acabadas de pintar. Allí dormimos, y a la mañana siguiente partimos a primera hora, rumbo a las huacas del señor de Sipán.

Toda esta maravilla seguiría oculta bajo las arenas, o mejor dicho saqueada por los ladrones, si no fuera por el arqueólogo peruano Walter Alva, un viejo amigo, que ahora por motivos personales no pudo acompañarnos. Pero Emma Eyzaguirre, su mujer, que es también arqueóloga, está allá para recibirnos, en el Museo de las Tumbas Reales de Sipán, donde un turista se siente en Nueva York o en los museos de la vieja Europa. Es difícil describir la elegancia y pulcritud de este museo, donde la antigua cultura de los mochica floreció, más o menos en una extensión que arrancaba en las fronteras con el Ecuador, a unos seiscientos kilómetros de aquí, y en Casma moría. El diseño de este museo, recorriéndolo, guiado por la señora Eyzaguirre, hace sentir a los turistas que se está en una de las viejas ciudades, por la eficacia y calidad de sus muestrarios, en una media sombra que enriquece sus existencias y simula unas tumbas. Ellas nos dan una muy completa visión de sus piezas, que parecen cubrir todas las manifestaciones de esta cultura antiquísima. La señora Eyzaguirre es también una experta, y ayudó a Walter, su marido, a espantar a los ladrones que saqueaban estas huacas a lo largo de los años. Pero es una lástima que mi amigo Walter Alva no esté aquí. Me gustaría felicitarlo una vez más, pues, durmiendo en este sitio, trabajando igual que sus empleados, salvó la cultura del señor de Sipán. Y construyó este maravilloso museo, que él solo valdría el viaje al Perú, con sus pasadizos en sombras, sus vitrinas que reconstruyen la vida y la muerte de este pueblo histórico, con precisión y delicadeza, y ahora resucitan su pasado, gracias a estos monumentos circundantes. Esta maravilla parece compensarnos de todo el largo viaje.

Otro milagro es la ciudad de Chiclayo. Tenía fama de ser pobre y desordenada. Ha cambiado mucho, para mejor. Ahora, pintadas de blanco sus casas y sus tiendas abiertas hasta las diez de la noche, parece una ciudad muy moderna. La espesa muchedumbre que circula por sus calles es la imagen de una ciudad empeñosa, que se dispone a conquistar el futuro.

Aunque muchas cosas andan mal en el Perú —su gobierno y su parlamento parecen hundirse—, tiene un pasado que está esperando que este país se levante, y el presente se le parezca, en juventud y en significación, aunque ahora sea pequeñito en comparación con el que fue, y pobre en vez de riquísimo, y tenga unos de los paisajes más bellos del mundo, aunque muchos peruanos no lo sepan todavía.

© Mario Vargas Llosa

Ediciones El País S. L.

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