viernes
0 y 6
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Estación Cuándo, habitada antes por los muchos que esperaban el tren y consultaban el reloj, caminaban por el muelle y miraban a otros tratando de pasar el tiempo (las mujeres lo hacían muy bien tejiendo) mientras estaban atentos al parlante (o al hombre de la cachucha roja) que pronunciaría la frase mágica: entren que ya vamos a salir. Pero ahora la estación se llena de esperantes, de encerrados, de gente que da vueltas en sí misma y ya sus rutinas se han vuelto automáticas, como el movimiento de las bielas de un motor que no termina de encender. Y en esos espacios pequeños y de actos repetidos, las mismas noticias con algunos anexos de cosas más horribles, miradas al espejo para ver los cambios en la cara, preocupaciones por alguna tos o una nariz tapada, anotaciones sobre posibles remedios, malas palabras cuando los del Gobierno aparecen en televisión diciendo que la situación se extiende y miradas envidiosas hacia una naturaleza que parece reponerse, en especial los pájaros que se han vuelto más cantores.
La impaciencia (que es la carencia de paciencia) fue la característica de finales del siglo XX y en este XXI ya se hizo una constante. Quizá por el consumismo y porque los deseos ya eran cortos (compre ya y sea feliz, dicen los avisos), por la falta de retos (todos haciendo lo que saben que no falla) y andar entre mínimos ayudándose de máquinas para pensar (ahora son pocos los que saben sumar, multiplicar, dividir o restar con la cabeza) y de un solo click para obtener información, a más de la idea de inteligencias artificiales procesando datos a velocidades increíbles (del 4G al 5G), lo que antes era paciencia lo convertimos en resultados ya. Magos con varitas mágicas, esa fue la idea.
Pero en la situación en la que estamos, en la que el YA se ha convertido en un espere (todavía no es el momento, tal vez en dos semanas, hay que aplanar el pico) la impaciencia se ha ido tomando a las gentes. Todos quieren salir, huir del automatismo, de la virtualidad casi robotizante, del abrir los ojos y ver que nada cambia, de la información delirante (en la que los acontecimientos políticos ya son tan peligrosos como el virus). Pero salir es peligroso, la multitud es peligrosa, las caras tras las máscaras podrían escupir la peste. ¡Qué impaciencia!, dirá cualquier señora, haciendo por enésima vez la cuenta de toda la ropa que no usa.
Acotación: Que en estos cinco meses el mundo ha cambiado, no cabe duda. Y no en su forma ni en sus dinámicas, sino en nosotros. Y en este nosotros que muta, esperamos el milagro sin que se cumpla. Y esta es la mayor impaciencia: que los milagros no llegan porque no existen, como decía Baruj Spinoza. Hay lo que hay, y no más. Paciencia.