viernes
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Es tiempo de vacaciones, de personas que compran tiquetes y esperan con ansiedad que se llegue el día de partir. Y yo aquí, sintiendo que soy el Grinch, no de la Navidad, sino de los viajes.
No me niego al placer de salir de vacaciones a un lugar nuevo de tanto en tanto, pero me rehúso a vivir con la maleta empacada. Y la herencia tampoco ha ayudado, a decir verdad. Mi abuelo, por ejemplo, creía que el mundo se acababa en el alambrado que marcaba los límites de su finca. Y mi papá se encargó de ajustar la carga. Murió sin conocer el mar, porque no quiso. “Donde no dé café, es tierra mala”, decía. Fue a Cimitarra, Santander, porque un amigo le pidió el favor de ir a ponerle precio a un lote de ganado y no pudo negarse, pero ni les cuento la crónica de viaje para salvaguardar un poco su memoria. Le hacía falta la cama, la almohada, el baño y el radio, como a mí. ¿De dónde, pues, voy a sacar el gen viajero?
Alguna vez quiso llevarnos a Cali en carro contratado con chofer incluido, nuestro Uber de antaño, con tan mala suerte que en Chirapotó había caído un derrumbe monumental y tuvimos que devolvernos sin llegar a la Sultana del Valle. ¡Parece que los del Suroeste estamos condenados a sufrir un derrumbe de por vida!
Desde entonces odio la aventura, la incomodidad y me asiste un miedo, casi siempre injustificado, ante los percances que puedan presentarse durante un viaje. De ese paseo fallido también me quedó un fastidio eterno por las galletas con crema de limón, lo único que había para mitigar el hambre durante toda la noche que tuvimos que pasar en aquella carretera oscura y fría, antes de que mis viejos, en reunión de junta extraordinaria, decidieran que la única opción era regresar a la casa. Pero la oscuridad nos volvió a coger en carretera y los adultos decidieron que dos noches en ese viejo Nissan sería un suicidio colectivo, así que mi papá dio la orden de ir a Caramanta, el pueblo más cercano, para buscar un hotel. Allá dormimos, pero salimos como llegamos: muertos de hambre y sin bañarnos. Lo primero porque uno de mis hermanos dijo que en la cocina había un viejo barrigón, lagañoso y sin camisa haciendo arepas, que gas. Y lo segundo, porque el agua salía con escarcha y a todos nos dio cutupeto.
De cada sitio visitado me he traído un pedacito en mi corazón. No son muchos, pero tengo un listado de lugares chuleados a los que no volveré nunca, y un poquito sin chulear a los que espero ir algún día. Grecia me espera. ¡Allá iré!
No desconozco que viajar abre la mente, amplía horizontes, aumenta las habilidades comunicativas y a algunos los hace más felices. Pero no a todos nos gusta vivir con la maleta lista. No somos extraterrestres por creer que lo mejor de viajar es volver a la casa, ni brutos. Solo tenemos una mutación genética.
¡Feliz año para todos!.