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Es importante elegir nuestras luchas y conocer nuestras posibilidades, pero es aún más importante aprender a resignarse, a detenerse. Esa vida feliz y perfecta que nos incitan a alcanzar no existe.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Hace años tuve una alumna que recibía mis clases de pie porque padecía unos dolores de espalda terribles que le impedían sentarse. Recién se había jubilado y lo único que la sostenía era la idea de poder dedicarle tiempo a su pasión por la escritura. Escribía tan bien que todavía recuerdo sus textos, la mayoría autobiográficos, salpicados con altas dosis de sarcasmo y desencanto. Seguimos en relativo contacto a través de las redes sociales, sin embargo, hubo un silencio de meses, que me hizo enviarle el siguiente mensaje: Dime que estás bien y que sigues escribiendo. Ella respondió: «Sigue escribiendo tú por mí. A mí ya me atropelló la vida».
Recordé a mi alumna hace unos días porque estaba mercando y me encontré a uno de los cacaos con los que tuve que lidiar en mi época de oficinista. Era de los que se enorgullecía de ser adicto al trabajo y había que tratarlo de doctor y darle la razón, aunque no la tuviera. Mientras echaba tomates en su canasta me contó que llevaba años jubilado. Le dije que lo veía muy bien físicamente, entonces se le aguó la mirada y me dijo: «La procesión va por dentro». Luego me contó que había enviudado hacía poco y «ya ves, ahora compro verduras a las once de la mañana y tengo que llegar a hacerme el almuerzo yo solo». Como hacía tanto no nos veíamos estuvimos un rato hablando de muchas otras cosas pero yo sólo recuerdo que la frase «la procesión va por dentro», la repitió al menos cuatro veces durante la charla. Camino a casa me acordé de mi alumna. Pensé que «La procesión va por dentro» no es más que otra versión del «A mí ya me atropelló la vida». Pensé que todos tenemos un límite a partir del cual nos entregamos, como el náufrago que cansado de patalear, casi agradece que aparezca una ola gigante y termine de ahogarlo.
En Ojos azules de Toni Morrison hay un personaje llamado Pauline que se siente fea y marginada y encuentra en el cine un lugar ideal para esconderse. Un día decide peinarse como su actriz favorita y llega a sentirse hermosa como ella, hasta que mordisqueando un dulce se le parte el diente de adelante. «Y ahí estaba yo, preñada de cinco meses, tratando de parecerme a Jean Harlow y sin uno de mis dientes más visibles. A partir de ese día me dejé crecer el cabello, me lo trencé y me decidí a ser simplemente fea». Exactamente como una amiga que solía tomar suplementos y hacerse procedimientos estéticos hasta que un día declaró: «Atajar la vejez me tiene cansada. He decidido tirar la toalla y dedicarme a ser vieja».
Yo creo que es importante elegir nuestras luchas y conocer nuestras posibilidades, pero es aún más importante aprender a resignarse, a detenerse. Porque esa vida feliz y perfecta que nos incitan a alcanzar no existe. Todos, eventualmente, seremos atropellados. Sólo queda pedir sabiduría para distinguir si la resignación viene de la pereza, el cansancio, la comodidad o la deformación de la realidad. Y, sobre todo, mucha valentía: bien para detenerse, bien para seguir pataleando, según sea el caso.