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Estados Unidos acogió durante el mes pasado la primera de dos Cumbres de la Democracia, con el objetivo “estimular el diálogo e iniciar acciones concretas hacia la renovación de la democracia a nivel global”. Entre los varios temas, líderes mundiales debatieron las implicaciones negativas que la revolución digital tiene sobre los sistemas políticos, particularmente la democracia (recomiendo al respecto un artículo interesante de Manuel Muñiz, decano de la Universidad IE).
Por un lado, el impacto de las redes sociales y las plataformas tecnológicas en el desarrollo del debate público. Construir un consenso social cuando no hay un control real (o responsabilidades legales claras) de la desinformación que se difunde no solo es casi imposible, sino que puede ser una bomba de tiempo, pero con el cronómetro dañado. Por otro lado, la discusión alrededor de la privacidad y el uso de datos personales. Desde motores de búsqueda hasta tecnologías de vigilancia, el acceso a información supuestamente privada de los ciudadanos es más fácil que nunca; agudizado por la falta de instrumentos legales y regulatorios claros. Finalmente, el riesgo que las tecnología emergentes representan de cara al uso de la información y la predicción del comportamiento de los ciudadanos. En manos de los líderes o sistemas políticos equivocados, esta información puede usarse con fines represivos en lugar de defender la libertad de expresión.
Durante los últimos años, creo que se han producido suficientes evidencias y argumentos en torno a la relevancia de renovar las políticas públicas y los mecanismos regulatorios para garantizar la transparencia, la equidad y el uso ético de la tecnología para un bien mayor y común. Así mismo, las estructuras existentes no logran responder a la velocidad del desarrollo e implementación de tecnología y el impacto que está teniendo en los diferentes tipos de escenarios políticos. Desde las elecciones hasta los debates y la opinión pública, la desinformación, las noticias falsas impulsadas por algoritmos y la manipulación del comportamiento del consumidor se han utilizado a un nivel y una velocidad exponenciales. Ya es tiempo de que los gobiernos y las agencias tomen decisiones para acelerar la capacidad de responder a estos desafíos.
No obstante, el debate en torno a estos temas es responsabilidad no solo de las agencias, sino principalmente de los individuos. El tono en las redes sociales, los ataques, las maniobras defensivas, la falta de prudencia en las declaraciones o de evidencias y datos de confianza que sostienen las afirmaciones... hace mucho que varios ya se quitaron los guantes y empieza a escalar el debate de manera que a veces pareciera incontrolable. Los líderes políticos, sociales, empresariales, universitarios, sin duda, tienen que marcar la pauta y construir una discusión diferente; la importancia de liderar con el ejemplo. Pero como ciudadanos también debemos tener el sentido común de analizar la información que nos llega, filtrar y saber qué fuentes leer y definir cómo queremos comportarnos ante estos escenarios. En un sistema democrático, las elecciones son el momento perfecto para ejercer nuestro deber y derecho a consciencia. Hacerlo en las redes sociales, alimentando a veces discusiones sin nexo ni valor y luego no votar, de nada sirve