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Columnistas | PUBLICADO EL 09 enero 2022

Reparar a los vivos


1 En 1968, un comité de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard se reunió para sentar las bases de una nueva definición de muerte, que ya no se limitaba al cese irreversible de la función cardiopulmonar, sino a un nuevo concepto basado en criterios neurológicos. Durante los próximos cincuenta años, el debate sobre el concepto de muerte cerebral nunca ha desaparecido.

En Estados Unidos se hicieron, en promedio, más de 109 transplantes diarios en 2021. En el hospital Pablo Tobón, de Medellín, se hicieron 510 el año pasado. Detrás de un transplante, hay voluntad y renuncia. Si el donante no dejó firmado nada, hay alguien más —un papá, una mamá, una pareja— que debe renunciar a la idea de que su ser querido sigue vivo. Puede que en este momento esté en una sala de espera contemplando la danza extraña que existe en los hospitales. Quizás estire un billete de dos mil que usará para comprar un mecato insípido. O puede que sea la hora de entrar a la UCI o al cuarto y que esté como casi siempre imaginamos a quienes acompañan a las personas en esta situación: sentado, las manos cogidas o cercanas, la mirada divagando entre el cuerpo y el espacio. Sonidos intermitentes de clínica, bip, bip, bip, cables, clics. Tristeza. Incomprensión. Si tiene muerte cerebral, aún si respira y su corazón late, ha sido declarado muerto.1 Pero la mano no parece muerta, su calor no da esa información. Ahí está el corazón, que late, y si el corazón se contrae y se expande, uno quiere creer que ahí está la persona que quiere.

Maylis de Kerangal, autora francesa que aborda temas raros, escribió en 2014 un libro sobre un transplante, cuyo título, que es el mismo de este artículo, se inspiró de una frase de Chéjov en Platónov. El libro del Maylis sigue el corazón de Simón. El corazón dentro de Simón cuando suena su despertador. El corazón cuando entra al agua fría del mar. Acelerado, mientras Simón coge una ola surfeando. El corazón de Simón vivo, unos instantes antes de que choque el carro. El corazón de Simón muerto (pero aún no lo saben). El corazón en el hospital mientras sus padres deciden qué hacer, mientras su novia y su hermana esperan. Y después de la primera cirugía, el corazón en una nevera en las manos de alguien que va en ambulancia. En un momento extraño, desprovisto de la asociación habitual con el amor y la vida. El corazón en otra sala de cirugía. Expandiéndose y contrayéndose dentro de otro cuerpo. Y al lado de ese corazón y durante las horas que dura el libro, todos los personajes que rodean esas dos vidas y esa muerte. Un libro situado en carne, suturado con precisión. Que es pulsión desde el inicio, cuando es ola en el mar, cuando es latido de agua, y que luego es también latido, ola que se pliega en dos, duelo que se dobla, que espera, estalla y revuelca.

Diciembre intensifica los duelos. Hoy quise usar la muerte no para acentuar tristezas, sino para cargar este inicio de año de celebraciones, para dirigir la mirada a tres cosas que me parecen importantes: La literatura extraordinaria capaz de crear una historia alrededor de un transplante. Las personas valientes que, en medio de la tristeza, aceptan donar los órganos de sus muertos para salvar a otros vivos. Y la ciencia que está en el centro de esa reparación. Feliz año. Que la buena literatura, la ciencia precisa y el latido humano nos acompañen a todos en este 2022 

Juliana Restrepo Cadavid

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