viernes
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Cada día de cada semana empieza a parecerse al final apocalíptico de esto que conocemos como vida, la pandemia, el ecocidio o la desafortunada decisión de algún funcionario de turno parecen ser la antesala del fin, aunque nos garanticen que estamos mejor hoy que hace cien años, las perspectivas no parecen ser alentadoras, las imágenes del telediario y las conversaciones con amigos anticipan la hecatombe, el miedo se desliza en cadena, acecha. Mientras buscamos y encontramos respuesta a tanta incertidumbre giramos en este remolino que nos arrastra río arriba, somos objetos a la deriva, residuos de un naufragio.
Aquí encallamos, somos los depositarios de este trozo de continente que nuestros antepasados bautizaron con el sonoro nombre de Colombia y que nuestros vecinos consideraron una usurpación del patrimonio histórico común, pero también somos los que día a día hacemos denodados esfuerzos para que no quede ningún recuerdo de este nombre o su paisaje, nos cuesta entender que no es por nosotros sino por aquellos que aún están por llegar que deberíamos respetar esto que poseemos y que nos fue escriturado con tanto esfuerzo, pues esto no nos pertenece ni a vos ni a mí, aunque la propiedad es para muchos la certeza del presente y la heredad hacia el futuro, ella es realmente de los que aún no están entre nosotros, en su nombre deberíamos honrar y santificar este comodato en el que estamos asentados. Aquí que tanto hablamos de religión y de respeto por la vida, y que tanto evadimos las discusiones que la alteren o nos permitan decidir sobre ella, aprovechamos el menor de los descuidos para acabarla de manera violenta, el fuego, el ruido, la basura, el aire insano, la minería ilegal, las leyes macondianas que nos rigen o nosotros mismos son los mecanismos que empleamos para aniquilar cualquier posibilidad de asegurar nuestro futuro, no hay faros a la vista.
Somos la versión desmejorada de un ser humano, los capaces de encender el fuego y arrasar con el patrimonio de la humanidad para meter ganado, somos el simple remedo de los habitantes que merecía y debería haber tenido este país que nos tocó por casa, somos nuestro peor enemigo pero también la multiplicación de la maldad en versiones amplificadas que como pólvora inundan esta geografía, somos los que hacemos de la historia, la memoria y los hechos, material susceptible para ser manipulado a conveniencia.
“ Monito, colabóreme y me desocupa “parece estar gritándonos la madre tierra, somos ya tantos que al parecer no cabemos, desalojarnos y regurgitarnos en serie de esta que creemos descaradamente nuestra casa quizás sea la única opción que ha encontrado el planeta para gritarnos que está vivo, está pandemia y estos miedos qué día a día nos inoculan quizás sean sus agónicos lamentos, la agonía que antecede la hora final, nuestra hora final, porque no es en la culpa ajena donde encontraremos sosiego, es en el asumirnos como coautores de esta debacle donde estará el inicio de cualquier solución.
Porque somos nuestros actos y por ellos nos reconocerán, procuremos entonces que no nos devore el presente para que no nos caiga encima la larga sombra de nuestro vil reflejo.