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Por Rosa Montero
El otro día me llegó por Twitter un meme prodigioso (los memes son, ya saben, esas imágenes difundidas de manera masiva por internet). Es un vídeo muy breve de un niño asiático de tres o cuatro años que está flotando boca arriba en el agua. Solo se ve el cuerpo del chaval, no el entorno, pero debe de ser un río, porque el agua es lodosa y opaca y, además, hay corriente. El niño se agarra con desesperación a una maroma blanca; la corriente parece arrastrar su cuerpecillo y el pobre crío berrea con un terror y una angustia tan absolutos que te rompe el corazón; está claro que cree que no tiene fuerzas suficientes para seguir sujeto, que piensa que el agua se lo va a llevar y que se ahogará. Entonces aparece sonriente una adolescente de doce o trece años, puede que su hermana, que coge al pequeño, lo pone rápidamente en pie y después se va. Y es que el agua apenas le llega al niño a medio muslo, es decir, no corre ningún peligro. Nada más darse cuenta de que hace fondo de sobra, deja instantáneamente de llorar, como si lo hubieran desenchufado. Se suelta de la inútil maroma y se rasca una oreja, yo diría que desconcertado y un poco abochornado. Intentando comprender qué ha sucedido. El vídeo acaba ahí.
Qué tremendo es el miedo. Me refiero al que parasita, al que se convierte en un sentimiento que esclaviza y enferma, al terror desbordante. Porque el miedo, ya lo he dicho muchas veces, es una herramienta de defensa muy útil. Sin esa sirena de alarma biológica que prepara el cuerpo para la lucha o la huida estamos perdidos. Hay una dolencia rara, la de Urbach-Wiethe, que produce la destrucción de la amígdala cerebral y la ausencia completa de miedo entre quienes la padecen. Pues bien, los enfermos de Urbach-Wiethe ponen su vida mucho más en riesgo que la gente sana, porque son incapaces de reconocer el peligro. Bienvenido sea, pues, el temor que alerta y salva.
Lo malo es que en la sociedad actual casi nadie se limita a ese temor. Vivimos inmersos a perpetuidad en un pantano de angustias, que, además, se han hecho mucho más procelosas desde la pandemia. Y es que el verdadero problema es no ser capaces de desconectar el sistema de alarma. Lo que llamamos estrés es justamente eso: quedarse a vivir para siempre jamás dentro del miedo.
El neurocientífico Eric Kandel, premio Nobel de Medicina, dice en su libro La nueva biología de la mente que el estrés hace que la glándula suprarrenal libere cortisol, una hormona beneficiosa durante breves periodos de tiempo, porque “aumenta la atención como respuesta a una posible amenaza”, pero que, en dosis excesivas y continuas, como sucede con el estrés, “destruye las conexiones sinápticas entre las neuronas del hipocampo, la zona del cerebro más importante para la memoria, así como las neuronas del córtex prefrontal, que regula la voluntad de vivir e influye en la toma de decisiones y de nuevo en la memoria”. En grandes dosis, el cortisol es tóxico. Un verdadero veneno.
Ahora comprendo, en fin, por qué mi cabeza es como un agujero negro que nada recuerda. Teniendo en cuenta que tuve ataques de pánico en mi juventud y que mi nivel medio de ansiedad va de mucho a demasiado, me imagino que voy chutada de cortisol hasta las cejas. Además, soy una persona muy imaginativa, y siempre he sostenido que cuanta más imaginación tienes, más miedoso eres, porque puedes anticipar mil y un futuros terroríficos. Como ese niño que se veía arrastrado y muerto. Yo me he sentido muy identificada con el chaval del río: cuantas, cuantísimas veces en mi vida me he sentido ahogar en un palmo de agua, una frase hecha que el meme del crío ha escenificado maravillosamente. La próxima vez que me dé un soponcio intentaré recordar (con mi cabeza amnésica) que es probable que baste con algo tan sencillo como ponerse en pie y abrir los ojos