viernes
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Esta semana empezó la Cuaresma. Y, a propósito, me encontré entre papeles viejos un articulito que escribí hace años con el título de “San cualquiera”, que creo puede servir a algún lector, a algún san cualquiera, para una breve meditación.
Contaba que alguna vez le pregunté al padre Nicanor cuál era su santo de devoción. Él se me quedó mirando con ojos de inmensa ternura y como enjaulando vuelos en la boca, cerró los labios y se hundió en el silencio.
-Perdone, tío. Tal vez haya sido una malsana curiosidad. Hay intimidades que no se cuentan.
-No, hijo, lo que pasa es que me temo que no me vas a entender. Mi santo de cabecera es cualquiera. Mejor dicho: “san cualquiera”.
-¿Se refiere, padre, a cualquier santo?
-No, me refiero a “san cualquiera”. Ponlo entre comillas, si quieres, para que se entienda.
-San cualquiera. Cualquiera como yo, como usted, como Mariengracia, como...
-Sí, cualquiera puede y debe ser santo. Todo ese inmenso número de seres humanos que calladamente son fieles a su destino y a sus vidas, a sus obligaciones, a la misión que Dios les encomendó y llegaron o llegarán al cielo “con las manos vacías”, como decía santa Teresita.
-Usted cree entonces, tío, que el cielo está lleno de santos anónimos, desconocidos, que jamás fueron ni serán canonizados.
-No sé si el cielo, pero la tierra, el mundo, la sociedad que nos rodea están llenos de ellos. La santidad, hijo, de la gente común y corriente. Sin devocionismos, sin misticismos, sin milagros. O con el único milagro que se justifica: ser fieles a la vida, a la condición humana. Santos de a pie, que van por la calle. Hasta ateos, estoy seguro.
-Muy bonito, tío, pero sí será posible ser santo en este mundo tan dolorido, tan estridente, tan enredado. Aceptando, en gracia de discusión, que haya alguien hoy que quiera ser santo. Suena poco atractivo.
-Pues, muchacho -me dijo el pasado miércoles de ceniza, en que fui a confesarme con él – cuando uno llega a esta edad en la que lo que está ahí, al borde, es la eternidad, siente que es verdad lo que decía Leon Bloy, que la única tristeza es la de no ser santo. Mejor dicho, de no haber sido santo. Y que ya no hay tiempo ni de intentarlo, se me ocurre a mí porque me ocurre a mí.
-Qué pena, tío, pero yo creo que aunque ya no haya tiempo para ser un santo canonizable, tal vez con nadadito de perro uno acaba siendo un “san cualquiera”. Eso basta.
-Esa es, hijo, la mejor santidad. La que a Dios más le gusta. Y no me hagas decir más bobadas. Vete en paz.