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El final de Aureliano

Petro ya no ve el país: solo se contempla a sí mismo. Se imagina un referente mundial. Cree que sus discursos estremecen a las cancillerías, que sus tuits sacuden los mercados, que sus frases son doctrina universal”.

hace 8 horas
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  • El final de Aureliano
  • El final de Aureliano

Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada

La tragedia griega llamaba hybris al exceso de soberbia que ciega al hombre y lo arrastra a su ruina. Es la desmesura del que se cree elegido por los dioses, del que ya no distingue entre el límite y la gloria, del que confunde el eco de su voz con el aplauso del mundo.

Gustavo Petro es la encarnación moderna de esa hybris. Su vanidad desbordada, su egocentrismo y su narcisismo mesiánico, lo hicieron perder aquello que Isaiah Berlin consideraba la virtud más escasa y más necesaria de un gobernante: el sentido de realidad. Esa capacidad de ver el mundo sin espejismos, de distinguir la verdad de la ilusión, de reconocerse en su exacta dimensión.

Petro ya no ve el país: solo se contempla a sí mismo. Se imagina un referente mundial. Cree que sus discursos estremecen a las cancillerías, que sus tuits sacuden los mercados, que sus frases son doctrina universal. Se comporta como si cada palabra suya fuera una profecía y cada error una obra maestra incomprendida. Habla como si Colombia fuese hoy conocida en el planeta como “la patria de Petro”, como si el mundo esperara sus pronunciamientos para corregir el rumbo de la historia. Pero la realidad es cruel: fuera de nuestras fronteras su figura se ha vuelto, también, motivo de burla y su verbo, en lugar de iluminar, agota.

Petro es hoy como aquel loco que recorre las plazas con el bicornio de Napoleón, la mano en el pecho y la mirada perdida en un imperio imaginario. Habla de glorias pasadas y victorias inexistentes, rodeado de aduladores que lo halagan con servil precisión. Le dicen “presidente sabio”, “líder histórico”, “referente de la humanidad”, “por usted, también entrego mi visa”, sabiendo que bastan esas palabras para quedarse con un contrato, un cargo o una candidatura. No lo acompañan por convicción, sino por conveniencia.

En el entretanto él, carente de la cualidad descrita por Berlin, cree que lo aman, pero solo lo utilizan. Y cuando el poder se apague, cuando el dinero deje de fluir, esos mismos cortesanos huirán en silencio hacia otro amo, dejándolo en el vacío de su propio eco. Petro, terminará como el Aureliano al que tanto cita en sus discursos. Repetirá frases viejas, acusará a todos, inventará enemigos. Dirá que fue incomprendido, que Trump lo temía, que detuvo guerras, que él merecía el Nobel de Maria Corina, que el mundo lo traicionó. Vagará entre cámaras apagadas hablando de glorias fantasmales.

Algunos románticos de la izquierda lo invitarán a congresos menores, a conferencias sin público, a recordar los tiempos en que creía gobernar el destino del planeta. Otros, lo verán pasar como se ve a un actor que se perdió en su papel, con una mezcla de compasión y vergüenza ajena. Su destino será el del payaso al que despiden del circo. Así termina toda hybris: con el ridículo del que quiso ser inmortal y acabó siendo caricatura.

Petro creyó ser historia y será apenas nota al pie o, como en la ranchera, un triste payaso perdido entre su risa y su llanto..

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