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En primer lugar, la independencia, más que una expresión de autonomía, se convirtió en una incertidumbre de traslado de poder. No hubo consensos necesarios para aplicar un modelo.
Por Luis Fernando Álvarez Jaramillo - lfalvarezj@gmail.com
El análisis del tema no se puede limitar a los sucesos del mes de noviembre de 1985. Estos, solo constituyen la expresión fáctica de una situación que venía gestándose desde tiempos históricos, hasta llegar al momento en que todo se concretó mediante los lamentables hechos de ese fatídico noviembre.
El Estado social de derecho, y si se quiere ser más estricto, la democracia en esta forma de Estado, debe ser el resultado de una serie de circunstancias políticas, sociales, culturales y fundamentalmente éticas, que concurren en una sociedad determinada y en un momento histórico dado, para enseñar que el grupo humano que la compone, está lo suficientemente maduro, para adoptar el sistema de gobierno y el modelo de Estado, necesarios para garantizar participación, homogeneidad y equilibrio. Cuando uno de estos conceptos falla, ni el Estado como estructura, ni el gobierno como función, se desarrollan de manera adecuada y suficiente. Lo más grave ocurre cuando esas imperfecciones se convierten en obstáculos invencibles, capaces de torpedear el sistema en general.
Desde el nacimiento de la República, luego de los supuestos éxitos obtenidos por los movimientos de independencia, la formación de nuestro modelo, copiado de Europa y Norteamérica, sufrió serías imperfecciones que terminaron diezmando su existencia y desarrollo. En primer lugar, la independencia, más que una expresión de autonomía, se convirtió en una incertidumbre de traslado de poder. No hubo consensos necesarios para aplicar un modelo. Algunos consideraron que había que mantener la lealtad y sujeción a la corona, otros anhelaban la autonomía con respecto a España, transcurriendo el devenir político en una inane discusión entre centralistas y federalistas, muchas veces sin comprender la esencia de las dos instituciones.
De todas maneras, el paso por distintas formas de organización se expresó a través de diferentes constituciones, orientadas supuestamente a lograr una mejor sociedad, cuando en la realidad se buscaba solucionar una gran discusión política entre representantes de élites, que terminaba con esporádicos movimientos que imponían una determinada constitución e incluso cambiaban el nombre de la República como sucedió en 1857, 1863 y 1886.
Las divisiones entre miembros de la alta sociedad, la separación entre estos y los demás sectores, la forma como se ignoró, ética y políticamente, importantes grupos minoritarios, hizo que se perdiera el concepto de sociedad.
Estas condiciones, arropadas con la creación de instituciones populistas, hicieron que los órganos de poder perdieran capacidad de representación nacional. Situación que se agrava con la Constitución del 91, impuesta de manera inconstitucional, para convertir las dignidades del Estado en sitios de trabajo y concentrar el poder en la persona del presidente.
Aniquilada la dignidad de los altos cargos, especialmente los judiciales y los legislativos, se entiende por qué, para la sociedad, no fue grave el cierre del congreso en los años 90, o la destrucción del palacio de justicia. Se atropelló la esencia del Estado, pero a nadie le importó, por falta de una ética y un adecuado aprendizaje social.