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Por Luis Eduardo Martínez G.* - opinion@elcolombiano.com.co
En Colombia, los recientes bombardeos contra grupos armados ilegales ponen sobre la mesa un debate que algunos intentan simplificar, pero que en realidad está revestido de un profundo tinte político: ¿cómo defender a la ciudadanía y garantizar el orden constitucional cuando los grupos criminales utilizan a nuestros niños y adolescentes como instrumentos de guerra?
La discusión no es nueva, pero sí urgente. ¿Hasta qué punto el Estado puede usar la fuerza legítima cuando del otro lado hay organizaciones que reclutan, adoctrinan, anulan la dignidad y exponen a menores de edad, deliberadamente, a la muerte? La respuesta exige claridad política y sentido de Estado.
Pretender que Colombia renuncie a estas operaciones militares equivaldría a aceptar que el crimen tiene la potencialidad de crecer sin límites y sin consecuencia. Una renuncia a la autoridad y gobernanza del Estado.
Los responsables de este crimen de guerra son los grupos criminales, que reclutan a los niños y adolescentes con tácticas reprochables como amenazas de muerte, distribución de sustancias psicoactivas e incentivos monetarios, y los obligan a participar en los conflictos armados, convirtiéndolos en escudos humanos.
La indignación política debe centrarse en estas estructuras que, además, se dedican al narcotráfico y el control territorial. Pretender responsabilizar a la Fuerza Pública por la presencia de menores de edad en campamentos es respaldar a los perpetradores y re-victimizar a nuestros niños.
La Fuerza Pública no actúa improvisadamente. Cada operación exige confirmación, verificación de inteligencia, análisis de riesgos y aplicación estricta del DIH. Es allí donde radica la diferencia entre un Estado democrático y las organizaciones criminales: la Fuerza Pública opera con reglas, controles y bajo escrutinio institucional.
Lo que corresponde, políticamente, es fortalecer las operaciones, exigiendo transparencia sin paralizar la acción; garantizar la verificación y preservar la seguridad de los colombianos que dependen de la presencia activa del Estado.
Colombia vive un momento decisivo. En varias regiones, los grupos criminales han convertido a los menores en su coraza de protección. Si el Estado renuncia a actuar por temor al costo político, le entregaría el territorio a quienes violan la ley, asesinan líderes y someten comunidades.
El verdadero debate es si el país quiere un Estado débil, incapaz de proteger a la niñez, o uno que ejerza su autoridad con firmeza, respetando los principios humanitarios, pero sin permitir que el crimen convierta a los menores en su blindaje.
La decisión política no debe estar encasillada en la discusión de bombardear o no bombardear. La decisión se debe concentrar entre permitir que los grupos criminales sigan instrumentalizando a los menores o defender con determinación la autoridad democrática, la seguridad y los principios constitucionales.
Para lograrlo, Colombia necesita urgentemente una política de seguridad que combine varios elementos: firmeza militar contra las estructuras criminales, presencia integral para brindar oportunidades y evitar que los menores sigan siendo presa de estas organizaciones, coordinación institucional y control civil para asegurar que cada operación respete los principios del DIH.
*Secretario de Seguridad de Antioquia.