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Javier Darío Restrepo, uno de los grandes maestros de la ética periodística, afirmaba que en las redes sociales se expresan más los sentimientos que las razones. “La gente opina con el hígado, con la bilis”, decía.
Sus palabras llevan a pensar en el estado de la opinión en Colombia. En un país tan convulsionado, que se revuelca en un lodazal de carencias sociales, falencias políticas, crisis económica y para ajustar está impregnado con el hedor de la corrupción y la violencia, debe haber mucha responsabilidad a la hora de opinar.
Bertrand Russell decía que el problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas. Muchos de los que orientan la opinión pública están seguros de todo. Bajo el amparo de los nuevos medios para llevar sus contenidos a las audiencias, usan narrativas basadas en estereotipos, el gomelo, el YouTuber, en fin, y las impregnan de un tono irónico, satírico, que los hace cautivadores, pero de ahí en adelante, hágale, que la burla atrae, sin importar si el tema de opinión, por ejemplo, es un defecto físico o un gazapo idiomático, como si fueran asuntos necesarios para construir opinión pública.
Algunos dirán, “es humor político para millennials, contenidos más poderosos que un editorial de un periódico”. Dirán que si el estilo incomoda es por algo. La lógica “al que le caiga el guante que se lo chante”. Pero la realidad es otra, porque hay un grado de actuación que no convence en pleno, que está puesto al servicio del trending topic y los likes, que va cargado de adjetivos calificativos, que es denigrante y que raya más bien en el humor que en la opinión.
Más allá de contribuir a la construcción de conciencia colectiva, esos estilos atizan la furia colectiva, alimentan la polarización. Ejemplo simple: parodiar al nazismo y equipararlo con la situación del país, comparando personajes de esta tierra con la plana mayor del Tercer Reich, quizás es pasarse de término. Lo que pasa aquí es complicado, obvio, pero llegar a esos puntos de comparación para generar opinión termina siendo un activismo visceral, que limita el esfuerzo de millones de personas interesadas en buscar voces que les ayuden a entender sin maniqueísmos lo que pasa en esta tierra. Ese el tipo de contenidos que se están ofreciendo para construir la opinión pública.
“Que mis palabras sirvan para crear comprensión y entendimiento. Que mis palabras sean como flores. Que mis palabras sean tan valiosas como si fueran joyas”, escribió Thich Nhat Hanh, monje budista y maestro Zen. Si los que construyen opinión pública aplicaran este principio, seguro ayudarían la realidad, por más cruda que sea, desde el poder de la certeza y la credibilidad. Eso permitiría, con creces, aportar a la construcción de un pensamiento colectivo crítico en esencia, que ayude a resolver el caos en el que nos metimos