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El sentir de un colectivo de esperar recibir todo a cambio de nada, de castigar a quienes producen, crean y construyen, es una fuerza destructora difícil de controlar.
Por Juliana Velásquez Rodríguez - JuntasSomosMasMed@gmail.com
En mi familia, como todas las familias paisas, se educa con dichos y adjetivos muy particulares, como por ejemplo “badulaque”, utilizada por mi papá para definir cualquier persona de poca lucha pero con cierto aire de superioridad, o el “morrongo(a)” de mi mamá, que define a aquellas personas solapadas y manipuladoras. Pero de todos, hay uno que evoca muchos demonios y un fastidio heredado no se de cuántas generaciones atrás: El Merecido.
Mis papás nos educaron con todo el amor, con todas las oportunidades y con un acceso al mundo que siempre consideraré privilegiado. Sin embargo, un amor acompañado de una expectativa de excelencia, una rigurosidad en la disciplina diaria y un empujón solitario a las consecuencias de aquellas decisiones equivocadas. Los errores imperdonables en mi casa: la mediocridad, la falta de honestidad, la morronguería y el merecimiento.
El merecido tiene una mezcla de muchos defectos: es egoísta, es egocéntrico, no conoce la empatía, no le gusta el esfuerzo y no conoce el límite de sus derechos. El merecido es muy chocante, de muy difícil convivencia y en mi caso, objeto del humor insuperable de mi papá. El merecido que por algún chiste del destino o producto de la democracia, resulta siendo Presidente de la República, es una persona impuntual por ejemplo, sin consideración alguna por las personas que lo esperan; es una persona que espera la gloria, simplemente por el hecho de creer merecerla; una persona, junto con su gabinete y adeptos, que esperan que las conductas reprochables sean toleradas, pues si vienen de ellos, son justificadas por el sólo hecho del merecimiento.
Un síntoma inequívoco del merecido es que critica de forma vehemente lo que él mismo hace, pues si lo hace él está permitido. Un líder merecido tiende al mal comportamiento, a actitudes mezquinas, a esa protección del poder por el poder. Un empleado merecido tiende a esperar recompensa porque si, a esperar motivación externa y a compararse constantemente.
Sin embargo, el merecimiento colectivo es el peor. Es una enfermedad terminal para las sociedades. El sentir de un colectivo de esperar recibir todo a cambio de nada, de castigar a quienes producen, crean y construyen, es una fuerza destructora difícil de controlar.
Los merecidos esperarán propiedades no ganadas, sueldos no trabajados, subsidios excesivos, impuestos regresivos “a los más ricos”. Al colectivo merecido no le importa si la destrucción del éxito ajeno amenaza el futuro propio, pues su obsesión y su ambición es el resultado de quienes trabajan pero sin el esfuerzo correspondiente. El problema más grave, en mi opinión, es cuando quienes estamos del lado contrario al merecido nos volvemos vergonzantes. Nos da vergüenza reconocer la increíble virtud de un buen trabajo recompensado, nos da vergüenza el resultado de nuestra creatividad, del esfuerzo incansable, de la capacidad puesta en el propósito de un logro. En algún momento del camino nos callamos para evitar conflictos, para no parecer “muy capitalistas”, para no hacer sentir mal, para no parecer poco empáticos. Cuando la mayor muestra de empatía es acompañar el crecimiento personal de quienes nos rodean, pero con aprovechamiento de sus propias capacidades.
La fantástica Ayn Rand en La Rebelión de Atlas decía: “Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando repares que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada”.
Cantaleta paisa: Ojo con los merecidos y ojo con los vergonzantes. Los unos por acción y los otros por omisión condenamos sociedades al subdesarrollo y generaciones a la pobreza.