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Si a comienzos del siglo XX el presidente Marroquín expresaba con desfachatez ante la separación de Panamá, “que le entregaron un país y devolvió dos”, similar cinismo podría utilizar el expresidente Santos para sostener que le entregaron una Colombia con 48.000 hectáreas sembradas de coca y devolvió 200.000.
Colombia está en un laberinto para encontrar la salida que frene el avance desmedido del cultivo de coca que ahora inunda los mercados internacionales, para otorgarle el deshonroso título de mayor productor mundial. Y con ese cultivo, que bate récord de exportación y estimula el consumo interno, crece la violencia urbana que ya hace de las grandes ciudades colombianas, centros de inseguridad por el crimen desbordado.
La Corte Constitucional prohibió la aspersión aérea con glifosato. El gobierno de Estados Unidos insiste en fumigar con esa sustancia como sistema expedito para combatir, y si no erradicar totalmente, por lo menos disminuir las áreas sembradas. Si Colombia no lo hace, recortan la ayuda para combatir el tráfico de estupefacientes, y la colocan al borde de la descertificación que volvería a situarla ante el mundo civilizado como nación paria. La opinión pública encuentra en esta discusión otro motivo para seguir polarizada con calambures jurídicos que tanto entretienen a leguleyos y políticos ociosos.
Pero fuera de este alegato, que hace parte de la variopinta comedia nacional animada por el elenco de polemistas apoltronados –que poco aportan a la construcción de país moderno–, aparecen otras discusiones en escena que se agudizaron desde que Santos perdió el plebiscito que ratificaba los acuerdos con las Farc. A base de grandes dosis de mermelada, leyes y reformas fracasadas en las urnas, salieron con vida de un cubilete mágico, sostenido por Cortes y Congreso, en alegre compadrazgo.
También en las votaciones presidenciales los candidatos santistas fueron doblegados. Allí Iván Duque expresó que no haría trizas el acuerdo con las Farc. Pero advirtió que le introduciría modificaciones. Con todo derecho, basado en plenas facultades constitucionales, objetó por inconvenientes seis artículos de la ley estatutaria. Y los derrotados, tanto con el No plebiscitario como en las urnas en las elecciones presidenciales, se salieron de casillas para protestar con vehemencia. Minimizaron el hecho de haber sido vencidos por partida doble con el voto popular, expresión inequívoca del constituyente primario.
Si bien pudo, antes de las públicas objeciones presidenciales, haberse intentado un gran acuerdo nacional para procurar conciliar algunas divergencias sobre puntos susceptibles de mejoras, ahora lograrlo no se ve fácil. La radicalización de las fuerzas en litigio ya lo hace difícil. La comunidad nacional e internacional están a la expectativa de lo que del Congreso salga para saber si después de tantos ires y venires, el parto nuevamente será de los montes.
En el Congreso los opositores a las costuras presidenciales gozan de un aliado, sus camaradas de las cortes. Y como ya no hay mermelada que convenza, tendrán que valorar juiciosamente las razones del gobierno, acudiendo, más que a la disciplina partidista, a la responsabilidad de nación, bajo el supuesto de que aun haya conciencia de país y decoro en ambas cámaras.