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Hoy hace exactamente veinte años tuve un sueño perturbador; desperté a la media noche y, de repente, ya no tenía papá.
Uno de mis recuerdos más remotos de infancia está anclado a Hardy’s, una de las primeras cadenas de hamburguesas que hubo en Medellín. Fuimos a conocerla en familia; mientras mi mamá y mi hermano hacían la fila de pedidos, mi papá y yo buscamos puestos para “cuidar”. Nos sentamos uno frente al otro, me agarró las manos sobre la mesa y dijo: “Mi amor, hoy voy a dejar de fumar porque quiero conocer a tus hijos”. Del “mundo Marlboro” no quedaron ni las cenizas. Y mi padre, que siempre anheló envejecer al lado de mi madre para juntos malcriar nietos, jamás llegó ni a viejo ni a abuelo.
He abrigado mi nostalgia con las páginas que un viejo abuelo le dejó a su nieta: Cartas a Antonia, de Alfredo Molano Bravo. (Mi asombro inicial fue descubrir que mi hija, la nieta de mi papá, tiene la edad de Antonia).
No se trata de una recopilación epistolar dirigida a Antonia Rodríguez Molano, sino de un diario de memorias, lecciones existenciales y crónicas que un abuelo, consciente del paso de su enfermedad y de su propio tiempo, escribe y recupera para el amor de su vida: “Escríbeme una cartica”, “necesito tu voz”, “te buscaré un vestido de florecitas”. Lejos de un testamento, es un remanso para sobrevivir a la ausencia física. El abuelo escribe para permanecer en la nieta.
Su cuna en El Líbano, su relación con los animales y la tierra; sus viajes de Caquetá a la Guajira, La Habana, Nueva York, Barcelona, Pisa o París; las lógicas del despojo en Colombia, las cicatrices de la cordillera, el río, el páramo y el manglar. La revolución que él y la abuela de Antonia estudiaron pero no alcanzaron. Los pucheros que convertían al abuelo en niño: “Anoche no quisiste hablar conmigo porque tu mamá no quiso dejarte chatear con una amiga. Sentí que no me querías”. Los libros que le angustiaba no haber leído antes de morir.
Entre las Cartas a Antonia, brilla el agradecimiento que la nieta le escribe al Ministro de Salud por acompañar la enfermedad de su abuelo (26/06/2019): “Mi abuelo [...] me ha enseñado la realidad de la vida y me ha dado las fuerzas para vivirla, hemos cumplido sueños juntos y los seguiremos cumpliendo, hemos visto miles de amaneceres y nos hemos dormido en cientos de anocheceres”.
En otro momento de mi vida hubiera leído esta obra desde la historia colectiva, personajes y parajes andinos a través de la mirada y la prosa de Molano; pero preferí quedarme en la escritura íntima de un abuelo libre (¡como pocos lo han sido, menos aún durante esta cuarentena!), solo subyugado por “Anton”.
Por los afanes de la “muerte de los justos”, mis hijos nunca jugaron con los trompos y pirinolas que su abuelo tallaba en madera; no conocieron sus historias, ni sus cartas, ni el eco de su voz; pero llevan en ellos la escritura implacable de su ADN –obvia y a la vez críptica–. Lo subyugaron desde antes de nacer.
Cartas a Antonia es la reiteración del milagro evolutivo (precioso oxímoron) que significa pertenecer a una especie hecha de palabras.
*Cartas a Antonia, de Alfredo Molano Bravo, Aguilar, 2020..