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Por Irene Vallejo
Hay un placer ancestral en poseer un cofre propio, y la aspiración a una habitación propia quizá sea solo su versión adulta.
Probablemente, la primera herramienta no fue un cuchillo de piedra o una lanza, sino un recipiente para atesorar cosas. En el principio habrían sido más bien la concha, la calabaza, la vasija, el saco en bandolera, el receptáculo y la palabra. Al transportar alimentos en un saco, nuestros antepasados podían saciar su hambre allá donde eligieran. Ya no necesitaban buscar el río para beber o los frutales para comer; podían llevar el río o el bosque con ellos. Al cargar más de lo que cabe en las manos, estas primitivas mochilas nos permitieron emprender largas jornadas a la caza de grandes presas. De esas aventuras surgieron las historias, que son —a su vez— vasijas de conocimiento. Antes del recipiente, solo existía el presente y lo que se tenía a mano. Cuando empezamos a narrar, dilatamos el tiempo e inventamos el futuro. Un bolso fue el preludio de la cultura.
No es casual que una de las leyendas griegas fundacionales gire en torno a una caja. Según el mito, cuando Prometeo robó a los dioses el secreto del fuego para la humanidad, Zeus tramó un furibundo castigo. Entre malévolas carcajadas, ordenó al dios herrero crear a un autómata en forma de mujer seductora. Pandora era una criatura modelada, en griego: plastés, de donde procede la palabra plástico, o sea, lo que se puede moldear —de ahí la cirugía plástica—. Aquella joven traía como dote un ánfora sellada. Los dioses se la ofrecieron a Epimeteo —“el que actúa antes de pensar”—, quien, sin intuir la trampa, aceptó el regalo envenenado. Cuando fue consciente del error, era demasiado tarde. Pandora sintió curiosidad por el contenido de la vasija, abrió la caja de los truenos y se extendieron por el mundo la muerte, la enfermedad, el dolor y todas las desgracias.
Los alquimistas medievales soñaban con fabricar metales preciosos a partir de materiales cotidianos, pero el plástico ha logrado encarnar la idea misma de la transformación infinita, un prodigio capaz de convertirse en el asa de una olla, un flotador o una joya. Es la primera sustancia mágica que consiente en ser prosaica. Tan cotidiana que cada año se desechan un billón de bolsas de plástico, y la inmensa mayoría acaba en los océanos, ahogando con sus redes viscosas las vidas de algas, corales y toda clase de especies marinas.
En épocas remotas, la invención de las bolsas nos hizo libres para recorrer el mundo: no permitamos que hoy sus herederas asfixien nuestras aguas y nuestros árboles. Lo propio de las antiguas leyendas es el bosque encantado, no envasado