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Columnistas | PUBLICADO EL 02 agosto 2022

Las virtudes de la promiscuidad intelectual

El valor intelectual que considero más importante es la promiscuidad. La promiscuidad intelectual, por supuesto. Me refiero al sistemático esfuerzo por explorar diferentes ideas, abandonando afiliación estrecha alguna a cualquiera de ellas.

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

Uno de los grandes privilegios dentro del mundo académico es tener completa libertad para elegir qué y cómo enseñar. Yo gozo de ese privilegio y me siento profundamente afortunado al respecto.

Como todo gran privilegio, poder enseñar lo que uno quiera viene asociado a una gran responsabilidad y la forma más inmediata en la que trato de responder a eso es ofreciendo cursos que generen el mayor valor posible a mis estudiantes. Construyendo sobre mi experticia como investigador, doy cursos que extraen moralejas de la historia global y las aplican para pensar la actualidad. Estos cursos tienen como objetivo llevar a entender que el mundo no lo construimos en un día, y que las mentes más brillantes del planeta han tratado de resolver problemas similares a los nuestros por miles de generaciones. Con esto invito a mis estudiantes a reflexionar más intensamente sobre por qué el mundo es como es y cómo transformarlo exitosamente requiere bastante más que el mero deseo de hacerlo. Creo que eso es valioso.

Además de esforzarme por ofrecer cursos con contenido valioso, siento que la forma más apropiada de cumplir con la responsabilidad que tengo como profesor privilegiado es inculcar en mis estudiantes los valores intelectuales que necesitan las mentes que liderarán el mundo del mañana. Aparte de la humildad intelectual y el realismo del que hablo arriba, quizá el valor intelectual que considero más importante es la promiscuidad. La promiscuidad intelectual, por supuesto. Con esta me refiero al sistemático esfuerzo por explorar diferentes ideas, abandonando afiliación estrecha alguna a cualquiera de ellas.

Más concretamente, yo pienso que un buen pensador no puede ser otra cosa diferente a un sí mismista. Si uno aspira a ser un buen pensador, tiene que ser un seguidor de sus propias ideas y de las de nadie más. Declararse marxista, freudiano, librecambista o lo que sea es abandonar el libre pensamiento y la autonomía intelectual. Es, además, una actitud pusilánime y extremadamente perezosa. Por supuesto que es cómodo decir que las respuestas a las grandes preguntas e incertidumbres del mundo están en las ideas generadas por alguna figura brillante del pasado.

Además, la afiliación a ideologías específicas trae también el confort del apoyo social. Los seguidores de las ideas de aquellas figuras brillantes funcionan como un comité de aplausos que celebra todo aquello que valide dichas ideas. Así, acoger y repetir esas ideas traerá la dicha de la validación externa. Y, hay que reconocerlo, pocas cosas son tan placenteras como tener un grupo de personas que aplauden lo que uno diga.

Entonces, acoger la promiscuidad intelectual es ciertamente doloroso y solitario. Las cofradías de lado y lado harán llover acusaciones de incoherencia y tibieza sobre uno. Peor aún, venderán la idea de que uno es miembro de la cofradía opuesta. La soledad y la incomprensión son la consecuencia inevitable. Sin embargo, tal como diría Aristóteles, es posible encontrar placer en la soledad si se tiene un espíritu salvaje o divino.

Lo que pasa es que construir un espíritu como tal no pasa de la noche a la mañana. Es justamente por esto que considero fundamental la tarea de inculcar la promiscuidad intelectual en las mentes jóvenes. La juventud es particularmente sensible al apetito afiliativo de las ideologías. La urgencia de la adolescencia por construir una identidad fuera del hogar paternal y la consecuente búsqueda por una tribu que lo acepte a uno es el principal motor del comportamiento juvenil. La educación debería servir para mitigar ese apetito y ofrecer los pilares de un espíritu salvaje o divino sobre los que puede soportarse la soledad intelectual.

En consecuencia, yo le pido a mis estudiantes que exploren ampliamente y escuchen con atención cuantas ideas encuentren en su camino. Que lo hagan sin prejuicios y con respeto, pero sin cobardía. Que tomen las partes de ellas que consideren razonables y abandonen aquellas que no, no importa de dónde vengan. Que abandonen también aquellas ideas previas que riñen con las nuevas. Les pido que vean las ideas más como alimento para nutrir un espíritu salvaje o divino y menos como reliquias para conservar y adornar un ego frágil y banal 

Javier Mejía Cubillos

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