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Infieles han sido nuestros ancestros y los ancestros de nuestros ancestros. De esa palabreja y de sus consecuencias no se ha salvado casi nadie. En mayor o en menor medida, durante muchos años o apenas por un par de noches, “autorizada”, o quizás asumida como una sospecha que no se quiere confirmar por temor a herir la magnitud de un ego, la infidelidad ha tocado las puertas de las promesas, le ha dado una fuerza increíble al anonimato. Infieles fueron Sócrates y Cleopatra, Catalina de Rusia y Lady Di, mi vecino tan querido, el carnicero bonachón, el ingeniero con méritos y una que otra monjita de noble corazón.
La víctima, se supone, siempre es el esposo o la esposa, el novio o la novia, pero cómo sería, imaginémonos por un segundo, si en realidad el engañado fuera el amante, aquel que aguarda con calma las migajas y apenas en sus ansias se vuelve experto en esperar. Un amante no siempre es nuevo, en ocasiones guarda en sus labios más besos y recuerdos que la prometida. Siendo así la cosa, ¿a quién se engaña en realidad?
Pienso en esto con desparpajo ahora que, en buena hora, se publicó una nueva edición con toda la narrativa de María Luisa Bombal, la chilena que nació en Viña en 1910 y quien vivió en la casa de Neruda durante dos años, cuando el poeta habitaba Argentina en 1933.
En “La última niebla” se cuentan las historias de los matrimonios infelices y se reivindica al amante. La pobre esposa se topa una noche con un desconocido y ante increíbles sucesos no le queda más que pensar, mientras aquel hombre está a punto de poseerla: “Me siento desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo”. La vida infeliz de la esposa se reconforta, ya tiene en qué pensar cuando duerme en ese lecho marital cuyos besos y caricias dejaron de brotar. Todo gesto inesperado de amor del marido le hace decir: “Y fue para hundirme en esa miseria que traicioné a mi amante [...]. Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer, mi hoy, mi mañana”.
Lo triste de esta historia onírica o real es que, al igual que muchas parejas que hoy hipócritamente viven, pareciera que el único remedio válido para no herir al esposo o a la esposa es repetirse: “Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día”.
Y pienso, apenas cierro las páginas infieles, cómo elige entonces al esposo sabiendo que está mejor con el amante. ¿Acaso el amante en realidad debería ser el esposo y viceversa, o un dilema similar al qué fue primero: el huevo o la gallina, tendrá que resolverse antes para enfrentar mejor la culpa?