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Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es
A orillas del río Vermilion, en el distrito acadiano de Bayou, charlo con Donovan, un estadounidense de a pie. Nacido y crecido en Luisiana, y residente en la cercana Baton Rouge, Donovan es un votante convencido de Trump a sus 50 años pese a que en el pasado se decantó por los demócratas, como otros muchos sureños que cambiaron de bando desde Bill Clinton, desencantados por el giro esnob de un partido tradicionalmente vinculado a los estados más agrícolas.
Allí, en la América rural donde un día florecieron las plantaciones de caña de azúcar y de algodón, y la esclavitud fue el motor del crecimiento hasta que las máquinas desbrozadoras pasaron a realizar en cinco minutos el trabajo de un africano, el mundo se ve con otro prisma al que tenemos en Europa, en muchas partes del resto de América e incluso en las grandes ciudades, como Nueva York, Los Ángeles o Chicago.
Para empezar, a casi nadie en Lafayette y me atrevería decir que en toda Luisiana le importa demasiado lo que digan o hagan los políticos en Washington ni lo que de ellos piensen los intelectuales de Manhattan. En esa parte de Estados Unidos solo importa la Constitución de Luisiana, su propia identidad criolla –con influencias francesas y españolas– y la cultura cajún, con sus particularidades musicales, gastronómicas y lingüísticas. La espiritualidad juega también un papel muy relevante, desde el catolicismo predominante en las zonas del sur, a los ritos africanos presentes en Nueva Orleans.
Con esos mimbres ya interiorizados, la conversación deriva hacia las causas por las que Donovan, un hombre apacible pese a que bebe café a todas horas, ha votado a Trump. Sin dudarlo, señala a la inmigración ilegal. Por supuesto, mi interlocutor admite orgulloso lo innegable, que Estados Unidos es un país hecho de inmigrantes, pero distingue las nuevas oleadas que, para él, en coincidencia con el discurso “trumpista”, no vienen a trabajar, sino a vivir de los impuestos que paga la clase media trabajadora y, lo que es peor, a delinquir. Porque Donovan asocia sin miramientos esa nueva inmigración con las bandas de narcotraficantes mexicanas, las maras centroamericanas y los “trenes” de Venezuela.
Sin embargo, los datos no respaldan esa percepción. De hecho, basta recordar que por mucho que en las grandes ciudades abunden los “zombies” del fentanilo vagando por las calles, la situación está muy lejos de ser la que sufrían en los 80 y 90 del siglo pasado, cuando al caer el sol no se podía ni salir de casa. Los que ya tenemos una edad, recordamos que en Manhattan la criminalidad era una lacra y en Los Ángeles los disturbios eran el pan nuestro de cada día y las bandas controlaban el centro de la megalópolis californiana, una situación similar a la del resto de EE. UU. Recordemos que las series imperantes eran las policiacas, de Miami Vice a Canción Triste de Hill Street, y no por casualidad.
No, la criminalidad no sube en EE. UU. De hecho, baja. Un análisis reciente del Laboratorio de Crimen de la Universidad de Chicago revela que los homicidios y otros delitos violentos, robos y hurtos disminuyeron significativamente en varias ciudades de Estados Unidos durante 2024. Cierto es que en ciudades medianas como Charlotte (Carolina del Norte) o, precisamente, Baton Rouge, se registraron más homicidios en 2024 que el año previo, pero la constante en el país es a la baja.
La mayor cobertura mediática y el interés en generar un clima de inseguridad están detrás de esta paranoia que busca criminalizar la inmigración para tratar de retrasar lo inevitable: que Estados Unidos acabe siendo un país bilingüe con un presidente hispano.