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La más reciente encuesta de Invamer no es una simple muestra pasajera. Revela la crisis gravísima de los conceptos de autoridad y legalidad, esenciales para cualquier sociedad, como fuentes del derecho, de la protección jurídica institucional y de la defensa de la vida humana. Si la gran mayoría, hasta en un 80 %, no cree o no tiene confianza en los mandatarios, con el presidente y los cuatro principales alcaldes a la cabeza, por más que uno se resista a admitirlo, por más que, en cambio, haya señales de optimismo y suba la favorabilidad de los empresarios, lo que está evidenciándose es un estado de cosas en el cual se revoca de hecho la aprobación de la autoridad —una de las palabras más gastadas del idioma—, omnipresente, pero ficticia o simbólica, por ineficaz para erradicar la corrupción, la inseguridad y otros males cada día más impactantes y generadores de desorden.
Quisiera que esa encuesta estuviera errada, pero sería una actitud pueril. No es un sondeo de un solo día. Tiene una veracidad intrínseca, automática. La realidad actual, ahí retratada, no es como yo sueño que sea, sino como es. Me encantaría argüír que ahí no se representa la mayoría silenciosa, que no somos ilusos los que aspiramos a que el gobierno y los gobernantes locales se recuperaran y repuntaran, que en este país imperaran las leyes, que por encima de intereses particulares estuvieran los altos fines del Estado y el bien común. Al menos la tendencia al optimismo indica una luz al final del túnel. Hacia esa lejanía incierta hay que mirar, aunque el tiempo apremia y la velocidad con que avanza el descaecimiento de la fe pública es de vértigo.
Es legítimo apelar a toda clase de explicaciones. Pero más que las circunstancias y las emergencias, las causas son más profundas y radicales. Es obvio que la responsabilidad visible, inmediata, está en los que ejercen el poder, incluso con la mejor intención de vincularlo con la autoridad como garantía del orden razonable para garantizar legalidad, libertades y derechos. ¿Pero qué sucede cuando puede presumirse que si de la encuesta se pasara a la votación colectiva en referendo, los resultados serían parecidos y la mayor parte de los ciudadanos afirmara esa revocación virtual de la autoridad, del principio de autoridad, de la creencia y la confianza en las instituciones y en su eficacia para asegurar una vida individual y social justa, libre, digna y sostenible?
Si invoco ese principio clásico de autoridad, si concluyo que está desgastado por abuso, si advierto que se eliminó desde los propósitos de la educación, si presiento que defender la antigua auctoritas se ve como una ridiculez, mucho temo que estemos sobreviviendo en una acracia próxima a la anarquía