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Columnistas | PUBLICADO EL 18 enero 2021

La enseñanza que no fue

Por Enrique López Encisoealopezen@gmail.com

De vez en cuando, en las redes sociales se difunden columnas, artículos y comentarios interesantes. Hace poco me llamó la atención una referencia a un artículo de la profesora estadounidense Jane M. Rausch (The Spanish Influenza Pandemic of 1918 in Colombia: New Insights into the Impact of a Worldwide Phenomenon on a Neutral Country in the Great War), en el cual estudia las enseñanzas que para Colombia dejó la gripa española de 1918. Me pareció interesante la reflexión porque al fin y al cabo esa experiencia histórica es un buen lente para mirar lo que puede dejar de bueno la pandemia que actualmente estamos viviendo.

En el trabajo se muestra el ambiente social, político e internacional de la época para ilustrar su punto central: la lucha contra la gripa española impulsó cambios importantes en el sistema de salud colombiano y en la vivienda de las clases menos favorecidos, principalmente en Bogotá.

La gripa, que según las fuentes históricas tuvo su primer foco en marzo de 1918 en un cuartel del ejército de Estados Unidos, produjo la primera víctima mortal en Colombia en junio de ese año. Sin embargo, ni la prensa ni el Gobierno tomaron en serio los primeros casos y solo se apersonaron de la situación meses más tarde cuando la enfermedad se expandió por la región cundiboyacense y, posteriormente, por todo el país. Se ensañó, en especial, sobre Bogotá que llego a tener un 20 % de contagio de su población de 141.639 personas.

La presión de la opinión pública llevó a que en octubre de 1918 el Gobierno creara la Dirección Nacional de Higiene (DNH) bajo la égida del Ministerio de Agricultura y Comercio, que hizo además responsables a los departamentos de los gastos en salud en sus jurisdicciones. También se expidió una ley (46 de 1918) para mejorar las viviendas de los más pobres, se extendió la distribución de drogas a varios municipios y se amplió el hospital San Juan de Dios de Bogotá.

Hasta acá todo perfecto y bien documentado en el artículo de la profesora Rausch. Pero para fortalecer su argumento de que la pandemia fue un catalizador para la creación de viviendas modernas para la clase obrera, no solo por parte del Estado, sino también de los privados, plantea que la Iglesia y los empresarios también participaron en ese esfuerzo con la fundación de dos barrios en Bogotá. El primero de ellos el barrio Unión Obrera (hoy La Perseverancia) creado por la fábrica de cerveza Bavaria y el San Francisco Javier (hoy Villa Javier) de la Fundación San Vicente de Paúl bajo la dirección del padre jesuita José María Campoalegre.

Craso error, pues los dos barrios son anteriores y nacieron, respectivamente, en 1910 y 1913, lo que significa que la idea de vivienda digna para los trabajadores había surgido unos años antes y no fue original del gobierno de Suárez. Puede ser que el error no invalide el argumento central de que la construcción de vivienda en buenas condiciones ayudaba a la salubridad, como lo entendió la DNH que la impulsó, pero la existencia de esfuerzos anteriores le quita la contundencia que quería darle la autora como algo inédito. Al final de cuentas, la pandemia de 1918 aceleró un proceso y eso es destacable

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