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No sé en qué momento nos convencieron de que el tiempo es algo que se pierde. Bajo esa premisa corremos como locos, vivimos como autómata.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Los que pitan cuando recién el semáforo pasa a verde se ganan dos segundos. Los que toman clases de lectura rápida ganan horas. Los que compran comida congelada también. Los que andan a mil acosando peatones y violentando conductores no ganan nada, porque igual en el semáforo siguiente, como a todos, les toca parar. Los que compran títulos y seguidores se ahorran el tiempo y el esfuerzo que cuesta obtenerlos.
No sé en qué momento nos convencieron de que el tiempo es algo que se pierde. Bajo esa premisa corremos como locos, vivimos como autómatas a quienes les han asignado un horario por cumplir. La única forma de aprovechar el tiempo es desacelerando, ejerciendo el derecho a la lentitud. ¿Por qué vivimos tan afanados? La vida se volvió una carrera que corremos por costumbre y no por un genuino afán.
Ningún afanado ha sabido responderme cuál es la meta y, menos aún, cuál es el premio por cruzarla antes que los demás. Yo también camino a mil y no tengo una respuesta. Vivimos agotados, volcamos nuestra energía en asuntos urgentes que satisfacen a otros y no dejamos ni una pizca para nosotros. Caminamos rápido, comemos rápido, hablamos rápido, esperamos respuestas rápidas, exigimos gratificaciones rápidas. Dormimos poco porque cada hora de sueño parece una hora perdida. Tener un día libre es un lujo que muy pocos podemos darnos y cuando nos lo damos somos incapaces de disfrutarlo sin sentirnos improductivos. Levantarse tarde genera cargo de consciencia. No respetamos los procesos, queremos todo ya, para antier es tarde.
Pareciera que el tiempo es arena que se nos escurre de las manos. Ante la imposibilidad de retenerlo solo nos queda hacer todo a mayor velocidad a ver si de a poquitos sumamos el que nos está faltando, porque no importa cuánto corramos, a menudo, por las noches, nos acostamos pensando que ojalá el día tuviera más horas. Andamos tan acelerados que nadie es capaz de describir con detalle la ruta de la casa hacia el trabajo, pese a recorrerla a diario. ¿Cuántos semáforos hay? ¿Qué especies de árboles se encuentran? ¿De qué color es la casa de la esquina?
La lentitud es severamente castigada por estos días. Hace poco le grité a alguien «lento» porque quería insultarlo y luego, camino a casa, me di cuenta de que, en realidad, lo había elogiado. Ya quisiera yo caminar despacio y admirar las fachadas. Recoger semillas para sembrarlas y sentarme a verlas germinar. Masticar veinte veces cada bocado antes de tragarlo. Mirar por la ventana por el simple placer de mirar por la ventana. Que alguien me diga a dónde puedo reclamar mi derecho a la lentitud. Quiero descansar. Quiero vivir. Quiero gastar mi tiempo en cosas que no sirvan para nada.
Es hora de detenernos a revisar por qué andamos tan afanados, hora de preguntarnos si vale la pena correr tanto. Yo no necesito más tiempo; necesito aprender a aprovechar el que tengo caminando más despacio. Me urge curarme de este afán interminable.