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Por Juan José García Posada - juanjogarpos@gmail.com
Cuando el Procurador General de la Nación Mario Aramburo Restrepo tuvo la decencia y el valor civil de amonestar al Presidente Carlos Lleras Restrepo en 1970, en días en que avanzaba la campaña electoral y crecían las huestes anapistas del General Rojas Pinilla, todavía en este país y en las lides de la política y los afanes del servicio público era respetable todo aquel que fuera capaz de acreditar un talante moral. Aramburo amonestó a Lleras porque transgredió la norma constitucional que les ha prohibido intervenir en política a los funcionarios, incluido, claro está, el primer mandatario de la nación. Es probable que tal acontecimiento sea irrelevante hoy en día para muchos ciudadanos, por razones obvias.
La degradación de la política y de la administración pública es una de las características evidentes de la realidad. Casi nadie se sorprende con la catarata de violaciones que se cometen contra las normas constitucionales, el régimen disciplinario y el sentido común. La malicia y la mala fe imperan. El descaro y el cinismo, la desvergüenza, el desafío diario a reglas elementales de honradez y pulcritud son tan corrientes que hasta se celebran como cualidades de audacia. El más pícaro, el más imputado por delitos cometidos en ejercicio de funciones públicas, se gana la admiración y el aplauso de sus seguidores. Pero es que el ejemplo lo aporta nadie menos que el primer ciudadano, el ungido como símbolo de la unidad nacional y obligado a mandar con imparcialidad y sin preferencias ni animadversiones.
De aquel talante moral eran paradigmas los líderes que había en el país y en el mundo ahora tiempos. Con sus errores y fallas, al mínimo desliz, a la mínima violación de una norma ética, ellos mismos tenían que apartarse del poder y pagar las consecuencias de sus actuaciones sin ética y sin moral. La historia está colmada de ejemplos que no cabrían en este breve comentario. Que se les cuestionara a presidentes por ineptitud, por ineficiencia, por exhibir fallas humanas y administrativas protuberantes, podía ser normal, pero no podía ser frecuente que se les acusara por debilidad de conciencia, por cinismo y descaro, por extralimitación de atribuciones en el trato a los partidos amigos o antagónicos.
Uno puede incurrir en equivocación o en imprecisiones al recordar episodios de la política nacional, señalar las debilidades de mandatarios mediocres pero dotados al menos de buena fe, no importan sus filiaciones o simpatías partidistas. Pero hubo por lo menos un tono ético, un testimonio constante de respeto a la institución presidencial y a las demás, una claridad suficiente sobre los límites del poder y una conciencia del peso del bien y el mal en los actos humanos. Sindéresis y pulcritud se unían. Por eso es importante ahora recordar aquel episodio de la amonestación de Mario Aramburo a Lleras Restrepo. De la vida del integérrimo antioqueño hay mucho por recordar. Y aquella ejemplar actuación suya seguirá siendo memorable. ¿No fue mejor el pasado en la política?