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En Colombia se compite por quién defiende mejor a los suyos y quién insulta con más creatividad a los otros. La lealtad al líder importa más que la ética.
Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
El escándalo que hoy sacude al gobierno Petro —con documentos que sugieren vínculos entre disidencias, funcionarios del Estado y posibles irregularidades en la campaña presidencial— no aparece en el vacío. Es, más bien, el capítulo más reciente de una larga cadena de crisis que han marcado a casi todos los presidentes de las últimas décadas. Ya vivimos el Proceso 8.000 en el gobierno Samper, con el Cartel de Cali infiltrando la campaña presidencial. Luego vinieron las revelaciones del DAS en la era Uribe, donde altos mandos terminaron colaborando con los paramilitares. Más tarde estalló el capítulo Odebrecht, que tocó tanto a la campaña de Óscar Iván Zuluaga como a la reelección de Juan Manuel Santos. Y así podríamos seguir. Por eso, cuando surge un escándalo como el de hoy, muchos colombianos apenas levantan una ceja: estamos acostumbrados a que las campañas se contaminen con dineros ilegales y a que sectores armados intenten capturar al Estado.
No es casualidad que cada administración termine reproduciendo el mismo guion. La trampa no es patrimonio de un espectro político, sino un síntoma de un ecosistema institucional y cultural que la tolera, la justifica o la relativiza.
El primer elemento de ese ecosistema es la normalización del cinismo. Un porcentaje importante de la ciudadanía siente que “todos son iguales” y que la corrupción es una especie de impuesto inevitable. Esa idea, repetida hasta el cansancio, se convierte en autoprofecía: al esperar poco de quienes gobiernan, recibimos poco. Y al recibir poco, la narrativa que los iguala a todos se solidifica. Un círculo vicioso.
El segundo elemento es la tribalización política. En Colombia se compite por quién defiende mejor a los suyos y quién insulta con más creatividad a los otros. La lealtad al líder importa más que la ética. Así, cada escándalo se vuelve una batalla entre hinchadas: las de un lado niegan lo evidente; las del otro celebran el tropiezo como si fuera un gol. El país pierde siempre.
El tercer elemento es la debilidad del control institucional. Aunque tenemos organismos de control, muchos operan entre presiones políticas, capturas burocráticas y escasez de herramientas reales. Cuando la vigilancia es selectiva o tardía, se refuerza la sensación de impunidad. Y la impunidad es una invitación a repetir la conducta.
Pero quizá el factor más determinante es que en Colombia no hemos logrado construir una cultura democrática que premie la integridad. No se trata solo de sancionar a quienes hacen mal las cosas; se trata de celebrar a quienes las hacen bien. Y no lo estamos haciendo. A los liderazgos moderados se les tilda de tibios; a los que construyen desde el diálogo se les acusa de ingenuos; a quienes respetan la institucionalidad se les reprocha “no saber jugar”. En ese ecosistema, ganan quienes aprenden a manipular emociones, no quienes gobiernan con rigor.
Por eso insistir en que cada escándalo es culpa exclusiva de un partido o de un presidente es perder de vista la fotografía completa. La repetición no ocurre por azar; ocurre porque el país aún no ha dado el salto cultural que le permitiría romper este ciclo.