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Por Juan Esteban García Blanquicett - @juangarciaeb

Cuando la palabra envenena, el país termina sepultando su esperanza

hace 7 horas
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  • Cuando la palabra envenena, el país termina sepultando su esperanza

Por Juan Esteban García Blanquicett - @juangarciaeb

Colombia es un país donde el odio político tiene un costo insoportable: padres que nunca regresan a casa, hijos que crecen con una ausencia que nada llena, familias que llevan el duelo como si fuera herencia. En esa larga cadena de tragedias se inscribe la historia de Miguel Uribe Turbay: hijo de una madre asesinada por la barbarie del narcoterrorismo y víctima, él mismo, de un país que sigue sin aprender la lección más elemental: que la vida está por encima de cualquier causa política.

Lo que hacía grande a Miguel Uribe era precisamente su decisión de no ceder al resentimiento. Marcado por el dolor, eligió la democracia; marcado por la violencia, eligió la institucionalidad. Su voz en el Senado era la de un joven que entendía que Colombia no puede construirse sobre la venganza, sino sobre el respeto a la vida y a las reglas. Miguel no era ingenuo: sabía que enfrentaba un ambiente hostil, pero no renunció a la convicción de que este país merecía un futuro distinto. Esa grandeza, la de transformar la herida en servicio público, lo convirtió en símbolo de esperanza.

Pero la pregunta de Gonzalo Arango sigue siendo brutalmente actual: “¿No habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?”. Y lo que vemos hoy es que, desde la propia Presidencia, se ha escogido otro camino. En lugar de liderar para reconciliar, Gustavo Petro ha preferido gobernar desde la división, avivando el resentimiento y degradando el lenguaje público. Ha elegido señalar, polarizar y victimizarse, cuando la tarea de un presidente es exactamente la contraria: unir, proteger y dignificar.

La retórica incendiaria no es inocua. Cuando desde lo más alto del poder se alimenta la idea de que la diferencia es enemistad, el resultado no es democracia, sino violencia. Cuando la política se convierte en un ejercicio de odio, lo que termina en juego no es la popularidad de un mandatario, sino la vida misma de los ciudadanos. Y eso es lo que Colombia no puede permitirse más: enterrar a sus hijos porque los líderes eligieron la revancha en lugar de la grandeza.

Honrar a Miguel Uribe no significa solo recordarlo. Significa defender su legado con firmeza. Significa no callar frente a un gobierno que debilita las instituciones y que trivializa la vida en nombre de discursos vacíos. Significa recordar que la verdadera política no es el arte de dividir, sino el arte de proteger lo más sagrado: la vida de cada colombiano.

Colombia está frente a un espejo. Puede seguir atrapada en la lógica de la muerte, o puede, de una vez por todas, decidir que sus hijos merecen un futuro digno. Miguel Uribe encarna esa segunda opción. Y quienes creemos en la democracia y en la libertad no vamos a bajarle el tono: vamos a honrar su legado con la claridad que exige este momento histórico.

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Por Juan Esteban García Blanquicett - @juangarciaeb

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