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No todas las primeras veces son el inicio de algo, pero todas dejan huella: nos cambian, nos abren a una versión de nosotros mismos que no existía antes.
Por Amalia Londoño Duque - amalulduque@gmail.com
Unos días, pues de haber muerto mi papá, fui a terapia. Me senté frente a mi psicóloga y le dije de sopetón, antes de saludarla:
• ¿cuánto tiempo me va a durar esto?
• Me refería al dolor.
• Al hueco que me dejó el dolor cuando me atravesó.
Me resultaba difícil respirar, me dolía físicamente, como el ardor del vacío.
Sentía que ninguna pastilla iba a quitarme ese hueco que me molestaba tanto. Necesitaba que me dijera cuánto tiempo pasaría para poder prepararme y soportar.
“Esa fue mi primera vez preguntando por el tiempo del dolor.”
Pero ella solo atinó a decirme:
“Tal vez, el primer año, sea lo más difícil. Está lleno de primeras veces”, dijo.
El primer cumpleaños sin él, la primera navidad sin él, el primer año nuevo y así sucesivamente con cada acontecimiento en nuestra vida. Todo este año ha estado lleno de primeras veces, cosas que eran parte ya de la rutina, pero que ahora adquieren una connotación distinta porque ahora ya no son junto a él.
Sin duda, ha sido un año diferente.
Esa conciencia de lo inaugural en el duelo —la primera vez que vivimos sin alguien— es quizá la forma más pura y feroz de las primeras veces.
Pero no solo ocurre en la muerte. Quizá lo más perturbador de vivir hoy es que, rodeados de supuestas novedades, las primeras veces auténticas se han vuelto difíciles de reconocer. En lugar de experiencias singulares, abundan las clonadas: viajes que parecen calcados en Instagram, noticias que se replican, amores que siguen el guion de las aplicaciones, casas que son fotocopias de Pinterest. Vidas en serie.
Byung-Chul Han llama a esto “el imperio de lo idéntico”: una sociedad saturada de variaciones mínimas, scrolls infinitos que prometen lo nuevo y entregan siempre lo mismo. “La novedad, al repetirse, se convierte en mera adición, ya no en acontecimiento”, escribe.
Y tiene razón: cómo será de agotador que cansa solo describirlo.
Por eso, en medio del cansancio de lo idéntico, una primera vez auténtica se vuelve rara y preciosa. No es un evento para consumir ni para repetir en historias de una red social, sino un acontecimiento: algo que interrumpe, que corta la rutina y nos inaugura un mundo distinto.
No todas las primeras veces son el inicio de algo, pero todas dejan huella: nos cambian, nos abren a una versión de nosotros mismos que no existía antes. Esas primeras experiencias no solo se recuerdan, sino que fundan memoria. Casi todos recordamos bien la primera vez que fuimos al mar, la primera vez que nos enamoramos, la primera vez que probamos alguna comida o que fuimos a otra ciudad o a otro país.
No todas las primeras veces son el principio de algo, pero sí es cierto que cada primera vez, cambia algo en nosotros.
Y con los años, la vida se vuelve un intento por sostener los mundos que nos abrieron aquellas primeras veces y de mirar con más claridad ese regalo que traen: la primera palabra de un hijo, la primera risa después del dolor.
Esas primeras veces son también la certeza —como quiso decir mi terapeuta— de que lo insoportable un día se hace más llevadero. Y quizá allí, en esa capacidad de seguir inaugurando la vida aún cuando duele, se juegue nuestra forma más íntima de resistencia.