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Finalizar la violencia en Colombia ha sido para mí permanente preocupación, acentuada desde que me retiré de la milicia activa hace 18 años. Hace diez años escribía en una de mis columnas que la paz solo será posible cuando nos la merezcamos, debiendo considerarse un mandato ético el trabajar para lograrla.
Por ello participé en la creación de la Corporación La Paz Querida (LPQ), considerando que ella debía contribuir a trasformar la ética retaliadora que justifica el uso generalizado del miedo y la violencia, dentro de un ambiente injusto en extremo, en una ética relacional de responsabilidad mutua dentro de la convivencia pacífica y digna.
Hace algunas semanas Otty Patiño, uno de los integrantes de LPQ, presentó un documento que originó elogiosos comentarios, titulado “Políticas de paz y políticas de guerra”. Esta columna se basa en sus apreciaciones y algunos comentarios de mi cosecha. El marco general de dicha reflexión es que guerra y paz son dos aconteceres que se mueven dentro de relaciones de poder, para mantener, restaurar o imponer un orden político, contrario a la violencia, que no es un fenómeno político, sino una degradación de las normas sociales. La violencia no se explica por razones políticas, sino que se justifica por algunos en motivaciones genéticas o de ignorancia.
En Colombia por casi un siglo han convivido la violencia, la paz y la guerra, bajo la denominación de “conflicto armado interno”, donde cabe desde la violencia sexual hasta las confrontaciones armadas entre grupos ilegales, o de estos grupos contra las fuerzas del Estado, pasando por el narcotráfico, el secuestro, la extorsión, el terrorismo, los excesos en la represión policial, los falsos positivos, el abigeato, el desplazamiento forzado, las desapariciones de personas y la corrupción rampante, en una vorágine que termina obnubilando las razones de quienes asumieron las armas para defender la institucionalidad o para cambiarla.
En síntesis, hemos vivido guerras pequeñas en medio de un mar de violencia, donde los factores de tiempo, espacio y azar transforman continuamente las esencias y las apariencias del duelo armado (Clausewitz).
Varios gobiernos, el último el del presidente Santos, han intentado resolver la complejidad guerra-violencia, pero el resultado ha sido el empequeñecimiento del tamaño de la guerra y el acrecentamiento y diversificación de las violencias, en un heterogéneo mapa que hoy requiere una lectura y un tratamiento diferenciado.
Para tal tratamiento Otty Patiño sugiere una nueva comprensión del problema, una nueva pedagogía y unas nuevas metodologías.
La nueva comprensión política debe partir de la respuesta a la pregunta: ¿Cuál es el sentido de la violencia en Colombia? Para ello son necesarios espacios de deliberación con la participación de expertos, líderes regionales, militares, excombatientes y entidades internacionales que apoyan la búsqueda de la paz en Colombia.
La nueva pedagogía de paz requiere liberarnos del mito de que somos “un país violento por naturaleza”, y supone una reinterpretación de los acontecimientos de la historia de Colombia. Exige un esfuerzo continuo de toda la nación, sin sesgos doctrinarios ni ideológicos, para asumir la paz como un destino común. El compromiso debe surgir inicialmente y con mayor énfasis desde la academia, la política, las iglesias, las fuerzas militares y los medios de información, hasta convertirlo en un mandato popular.
La nueva metodología requiere mayor inspiración. No basta la voluntad del gobierno y de los actores ilegales. Es necesario complementar los “diálogos vinculantes” y concitar la voluntad popular para que ellos no sean espacios de confrontación, sino de entendimiento y construcción de Nación.
Ese es el nuevo paradigma que constituye un desafío para la sociedad, para la institucionalidad y para el gobierno dentro de lo que ha denominado “un Gran Acuerdo Nacional”