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Un dilema:

alegría o tristeza

21 de diciembre de 2024
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  • Un dilema: alegría o tristeza
  • Un dilema: alegría o tristeza

Por Ernesto Ochoa Moreno -
ochoaernesto18@gmail.com

Hay momentos en que todo parece confabularse contra la alegría. Momentos biográficos y momentos históricos. Una tristeza de fondo que ahoga. Al anochecer, se derrumba sobre el lecho no solo el cuerpo cansado, sino la ruda experiencia de un día acribillado por malas noticias, por miedos e incertidumbres, por una extraña sensación de naufragio que nos arrastra. No es suficiente el sueño para apaciguar la zozobra. El amanecer, más que el renacer a un nuevo día, es un muro ante el que se estrellan las ansias de serenidad, de goce de la vida, de alegría.

Uno va por la calle, y siente un viento de depresión y de tristeza golpeando las ventanas, arrastrándose por las calles, acechando en cada esquina. Se le monta a uno en el carro, como un perro que no deja de ladrar. Troncha los diálogos, enfría las caricias, distancia los cuerpos y las almas. Todo se vuelve mustio y gris. Se pierden las ganas de vivir.

Y, sin embargo, todavía es posible la alegría. Es más, sólo queda la alegría como tabla de salvación en medio del naufragio. No se trata -a la manera de caballeros andantes tras quijotismos inútiles- de enfundarse una armadura de guerrero para luchar a brazo partido contra la realidad inclemente. Ni de hacer piruetas y chistes malos para disimular la existencia, como payasos ridículos de este circo de la condición humana.

Se trata de abrir un resquicio mínimo a la serenidad que brota, como gotas de rocío, de los seres que nos rodean, de las cosas y los casos que conforman nuestro entorno, de los milagros inesperados que, cual mariposas leves, vuelan a nuestros pies a cada paso que damos por la vida.

Es una alegría en tono menor. No la alegría de las risotadas (aunque la risa, las sonrisas, son muchas veces la mejor rúbrica de una alegría), ni la de los estruendos y los ruidos. Es la alegría de saber mirarlo todo con ternura, aun aquello que nos hiere, y, sobre todo, la de saber amar, con más ternura aún, a aquellos que nos aman.

Siempre habrá un paisaje frente al cual descansar de las asperezas del camino. Siempre habrá unos ojos donde serenar las propias miradas agobiadas. Siempre habrá un rostro que nos regale comprensión y acogida. No faltará nunca, aún al borde del precipicio, una mano que nos salve. La mano de la persona amada, la de un amigo, la del más inesperado transeúnte. La mano, tal vez, de Dios mismo. No es cuestión ni siquiera de pedir ayuda. Es ser capaz de dejarse ayudar.

Sí, la alegría. Una alegría mínima. Ahí está, detrás del corazón. Si la dejamos que brote, sin egoísmos ni estridencias, algún día descubriremos que la única tristeza es la de no dar alegría a los demás. “Donde no hay amor, siembra amor y cosecharás amor”, dijo el poeta místico san Juan de la Cruz. Cambiemos la palabra amor por alegría (que en el fondo son sinónimos) y tenemos un pequeño principio de sabiduría para conjurar las pesadillas de la soledad, de la tristeza, de la desesperanza, de la ingratitud, del desamor: “Donde no haya alegría, siembra alegría y cosecharás alegría”.

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