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Como a los caballos viejos

Hay viejos que gozan de una feliz ancianidad... Pero los hay, y son muchos, tal vez los más, que son tratados por la sociedad, por las instancias gubernamentales y hasta por las propias familias, como táparos viejos que no sirven para nada.

26 de octubre de 2024
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  • Como a los caballos viejos
  • Como a los caballos viejos

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

Siempre me han impresionado los caballos viejos. Se morían de tristeza en el campo, rodeados por un halo de grandeza desleída, con sus apagados vigores y sus fuerzas garañonas ya desvanecidas, reviviendo tal vez en su testuz recuerdos de amor brutal y potente, sus bríos apagados ya.

Esos caballos viejos eran como sombras familiares. Nos dolía verlos deambular solitarios por los alrededores de la vieja casona de los abuelos, buscando y casi suplicando cercanías y caricias. Unidos en una extraña ternura avergonzada esperábamos a que de puro viejos se murieran para no tener que llamar al veterinario (era infame hablar de matarlos) y así no tener que seguir viéndolos desmoronarse sin remedio.

El vocablo latino “vetus”, que significa viejo, de donde viene el diminutivo “vetulus”, que da origen al adjetivo español “viejo”, proceden también, por un lado “veterano”, que era el soldado ya retirado de la milicia, y “veterinario”, que era el encargado de cuidar las “veterinae”, llamadas así las bestias de carga, “que eran animales viejos, impropios para jinetes”, como dice Corominas en su clásico diccionario de etimologías.

Y esta imagen de los caballos viejos trae a la memoria una escena vivida hace ya mucho tiempo. Escena que, por lo demás, se repite casi a diario en al transporte público. Veo ahí a ese anciano subiéndose a la buseta con dificultad. Casi se cae. Algunos buses de Medellín parecen mulas retrecharas. Al primer zurriagazo corcovean y brincan y los pasajeros se ven lanzados contra los asientos o sobre los pasajeros apretujados en los pasillos.

Arrancó, pues, la buseta y los setenta y cinco años de este anciano (esa, supuse, era su edad) fueron zarandeados sin misericordia hasta que se desgonzó, como un bulto que se descarga torpemente, en un asiento de la parte de atrás. Al sentirse observado por los pasajeros, se le dibujó una mustia sonrisa entre las arrugas de su cara y, como disculpándose de que la sociedad lo tratara tan mal, simplemente anotó: “Uno ya no oye ni ve; como los caballos viejos”. Y pensé entonces, y sigo pensando, que sí, que así trata nuestra sociedad a los ancianos: como a los caballos viejos.

No se puede ni se debe generalizar, por supuesto. Hay viejos que gozan de una feliz ancianidad, rodeados y queridos de sus familias, gozando de una feliz “abuelidad” con sus nietos, bien atendidos médicamente, con suficientes medios para soportar o paliar el normal deterioro de los años, con asistencia y compañía caritativas los más afortunados. Pero los hay, y son muchos, tal vez los más, que son tratados por la sociedad, por las instancias gubernamentales y hasta por las propias familias, como táparos viejos que no sirven para nada, hundidos en una soledad amarga, desesperanzada, náufragos del abandono, la enfermedad y el olvido.

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