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Dicen que lo que le sucede a un periodista no es noticia. Tal vez por eso ni en Medellín, su ciudad, ni en Colombia, ha sido noticia la muerte del periodista Héctor Rodríguez, también llamado el “Flaco” por sus amigos.
Sentí rabia el día en que supe de su muerte: yo, que fui su compañero de trabajo durante varios años, ni siquiera sabía que estaba viviendo en Medellín... Y el 12 de marzo, al mediodía, cuando él moría solo en el Hospital General, yo estaba a pocos metros, comprando un nitrato de potasio en un almacén agropecuario... ¡Puta vida!
Y saber que tantas veces, durante tantos años, cuando él venía de Nueva York a celebrar la Navidad, siempre armábamos fiesta con sus amigos: la negra Alba Lía Medina, Francisco Jaramillo, Jota Enrique Ríos, Jairo Cortés, Julio Betancur...
Recuerdo en especial a Héctor González, compañero nuestro de la sección judicial de El Tiempo, en Bogotá. Los tres éramos como hermanos. Nos juntaron tiempos difíciles: la escalada guerrillera del M-19 contra el gobierno; las primeras guerras del narcotráfico. Además, los dos habían sido, como yo, corresponsales, y conocían todas las gracias y desgracias de ese cargo, irreemplazable en el periódico sobre todo en una época como la de Pablo Escobar y las guerras con los carteles de Medellín y Cali.
Viajé con ellos muchas veces a las fincas de Alba Lía Medina y Pacho Jaramillo: el “Flaco” le mandaba tiquetes aéreos a Héctor González con anticipación. Yo los recogía por la mañana y nos íbamos a paso de tortuga recordando historias. Un día nos tocó devolvernos desde Guarne. El “Flaco” había dejado, olvidadas sus pastillas. Desde entonces, antes de salir hacíamos una especie de “chequeo”, como el de los aviones antes de levantar vuelo, para asegurarnos de que los tres lleváramos completas las dosis de pastillas.
Es que la vida empezaba a cobrarnos el paso de los años: El “Flaco” ya arrastraba un pie y tenía que ayudarse con una mano a poner la otra en el lugar indicado. Y Héctor le ayudaba a hacer los ejercicios que lo habían aliviado a él cuando sufrió un accidente cerebrovascular y no pudo volver a caminar por un tiempo. Qué raro: nos divertíamos hablando de todo eso.
¡Cuántas historias repasamos en esas fiestas! Las mejores eran siempre las de el “Flaco” y Jota Enrique. Pues bien: en esas veladas me enteré de que Héctor nació en el barrio El Salvador. Que era hijo de una familia de maestros. Que desde 1969, empezó a trabajar en noticieros de radio tan desconocidos como “Medellín informa” y “La verdad” y, después, en el Noticiero Todelar de Colombia y en Radio Súper. Luego fue corresponsal de El Espacio y fue a dar a Bogotá, donde Orlando Cadavid lo reclutó como redactor de Radiosucesos RCN. Después fue reportero judicial de El Tiempo y, más tarde, su editor nocturno. Finalmente, se fue a Nueva York. Allí trabajó como redactor y editor de La Prensa, el periódico hispano más antiguo, y se casó con la colombiana Berta Obando, con quien tuvo tres hijos de nacionalidad estadounidense.
Cuando Berta murió, decidió volver, ya enfermo, a Medellín. Aquí pasó sus últimos días, sabiendo que se iba a morir, recorriendo la ciudad en una silla de ruedas, con un lazarillo, cumpliendo su último sueño de montar una agencia de noticias deportivas en WhatsApp para mantener informados a sus amigos de las novedades de su equipo del alma, el Deportivo Independiente Medellín.
Y aquí murió en silencio. Y la noticia de su muerte no salió en los periódicos. Y yo, que era su amigo, no he podido escribir siquiera una noticia bien redactada, como las que él hacía, sobre su muerte. Solo estas palabras rotas... .