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Columnistas | PUBLICADO EL 25 abril 2020

Empatía

Por ALDO CIVICOaldo@aldocivico.com

Un cuento del escritor Kent Nerburn me hizo reflexionar sobre la empatía, otro valor clave durante estos tiempos. “Hace veinte años me mantenía trabajando como taxista. Cuando llegué a la dirección indicada, había solamente una luz en una ventana en la planta baja. Normalmente viendo algo así un conductor toca la bocina una o dos veces, espera un minuto y luego se va. Sin embargo ya había visto a mucha gente que vive en la pobreza y a veces no tenían otra opción que llamar a un taxi para poder llegar al trabajo. Si la situación no me parecía demasiado peligrosa, siempre me acercaba a la puerta de la casa del pasajero. Quizás alguien necesitaba mi ayuda... Así que me acerqué y toqué a la puerta.

“¡Un momento!”, me respondió una voz más bien mayor. Oí un sonido como el que se produce cuando un objeto es movido sobre el suelo. Tras un rato, algo largo, la puerta se abrió. Vi a una mujer bajita de 80 años, más o menos... A sus pies, había una pequeña maleta de nylon. Todos los muebles estaban tapados con sábanas. “¿Podría llevar mi maleta al coche?” -me preguntó. Cogí su maleta y luego volví por ella. “No pasa nada” fue lo que le dije. “Intento tratar a mis pasajeros así como me gustaría que tratasen a mi madre”. “Pues usted es un buen hijo”, me respondió. Ya en el taxi me dio la dirección y me preguntó si podíamos darnos una vuelta por el centro. “Pero no es el camino más corto”, le advertí. “No pasa nada” -dijo -”No tengo prisa. Voy al hospicio”.

Dejé de usar el taxímetro sin decirle nada. “¿Pues por dónde vamos?”. Durante dos horas conduje por la ciudad. Me mostró un edificio donde trabajó como operadora de ascensores. Fuimos a un barrio donde vivió con su marido. Me pidió que parara el coche delante de un almacén con muebles donde antes había una sala de baile. Ella iba a bailar ahí cuando era joven. A veces me pedía que parara frente a un edificio o una esquina en particular y se sentaba mirando la oscuridad sin decir nada. Con los primeros rayos del sol dijo de repente: “Ya estoy cansada. Vamonos”. En un silencio total fuimos a la dirección antes indicada... Abrí el maletero y saqué su maleta. Ella ya estaba sentada en una silla de ruedas. “¿Cuánto le debo?” me preguntó buscando su monedero. “Nada”, fue mi respuesta, pero ella insistía diciendo que era mi trabajo. Le dije que habrán más pasajeros.

Sin pensar la abracé. Me dio una caricia. Me dijo: “Le has dado mucha alegría a una mujer mayor. Gracias”. No había nada que añadir. Estreché su mano y me fui hacia donde se levantaba el sol. Aquel día no tuve más pasajeros. Quería estar solo, conduciendo sin pensar por toda la ciudad. Durante el día hablé poco. ¿Qué hubiera pasado si solo hubiese tocado la bocina una vez y me hubiera ido? ¿Si no me hubiera apetecido hablar con ella? No creo que haya hecho algo más importante en mi vida.

Aldo Civico

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