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En una sociedad utilitarista y materializada, las actividades aparentemente inútiles son desechables, no merecen ser tenidas en cuenta. Si no van a producir dividendos, ni fama ni renombre, para qué dedicarles tiempo y entusiasmo. Y menos si ya uno naufraga en esa otra mitad de la vida que llaman tercera edad, pero que no es solo tal, sino irremediablemente la última.
Si el lector hace un inventario de los sueños e inquietudes intelectuales o culturales que ha desechado en la vida por inútiles, descubrirá que parte del vacío interior que siente ahora se debe a que se cortó las alas cobardemente con el pretexto de que eso a que renunciaba era inútil. Con el agravante de que bajo la etiqueta de inutilidad, que les damos a tantos sueños irrealizados, encubrimos la falta de disciplina, la ausencia de persistencia, el desaliento lánguido que invade el alma de los sobrevivientes de una batalla perdida.
Vale la pena aventurarse, así sea en pleno ocaso, a una nueva hazaña, aunque sea tarde, aunque sepamos que no servirá de nada y que seguramente será una lucha trunca. Puede ser un sorbo del elíxir de la eterna juventud. Casi una terapia para curar desilusiones e ingratitudes.
Es mejor vivir en medio de quijotadas mínimas, tonificantes, aunque sean póstumas, al menos para no oír a nuestro Sancho Panza de cabecera decirnos lo que este le dijo a don Quijote agonizante: que no se dejase “morir, sin más ni más, y sin que nadie lo mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.
Entre las actividades felicitarias, de que habla Ortega y Gasset, habría que señalar también la de dedicar tiempo y energía a conocimientos o disciplinas no rentables, que pareciera que no sirven para nada. Dicho más claro, dedicarse a lo inútil.
Hay que saber disfrutar del placer de lo inútil para contrarrestar el acoso asfixiante de los trabajos hechos por obligación o por la simple búsqueda de dinero o de una paga para subsistir. Para conjurar el estrés, qué deliciosas esas aventuras, inútiles a los ojos de los demás, pero que tanto pueden enriquecernos interiormente y nos deparan satisfacciones personales que tal vez nadie más pueda comprender.
Ojalá haber empezado joven. Pero tampoco es tarde, ya en el ocaso de de la vida, hacer realidad un sueño escondido entre los escombros de los años. Es hermoso descubrir que en cualquier momento de la vida es todavía posible empezar a hacer algo que siempre quisimos y fuimos posponiendo.
El gozo y el goce de lo inútil que llena soledades, silencios e insomnios. Una terapia para curar desilusiones e ingratitudes