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Las sociedades más prósperas se cimientan en el aporte que las empresas brindan al aparato productivo y la generación de empleos. Tres datos. El primero, las mil empresas más grandes del país aportan cerca del 77% del Producto Interno Bruto. El segundo, generan el 95% del recaudo tributario, y, el tercero, un dato local no menor: el 86% de los empleos generados en el Valle del Aburrá los proveen las empresas.
Son datos y hay que darlos, porque las empresas irrigan una dinámica constructora de valor y riqueza.
El asunto va más allá.
La historia contemporánea demuestra el papel de las empresas en la corrección de externalidades negativas, bien sea por incapacidades e ineficiencias de los estados o por razones políticas y económicas. De una u otra forma, las empresas suplieron la labor de los estados para llevar bienestar a los ciudadanos y los territorios.
No en vano, hay una institucionalidad nacida desde lo privado e impacta sobre lo público. Las cajas de compensación familiar, con su capacidad de prestar servicios sociales como educación, cultura y recreación, son ejemplo de esa construcción de valor público.
Esto implica inversiones que van más allá de las obligaciones de ley. Las empresas tienen la voluntad de aportarlos. El Índice de Inversión Social Privada, medición que valora a 151 empresas ubicadas entre las de mayores ventas en el país, demuestra que las inversiones socioambientales de estas compañías superan dos veces el presupuesto de los ministerios de agricultura y ambiente y del fondo de Adaptación.
Recursos que no salen del presupuesto nacional, pero que aportan al desarrollo del país.
¿Cuál es, entonces, la preocupación por el papel de las empresas?
Llamémosla sesgos ideológicos que ponen en riesgo su aporte a la sociedad.
La lógica progresista ha creado una fuerte tendencia que minimiza a las empresas en función de idealizar un Estado todo poderoso, bajo el argumento de que todo ha sido un canto de sirenas. Ahí es donde se entiende esa ansiedad reformista del gobierno y los ataques desmedidos al papel de las empresas.
Alerta: La historia ha demostrado que modelos de Estado basados en esa visión orwelliana del Gran Hermano, un ojo omnipotente controlador, han fracasado. Colombia no puede caer en ese juego obsoleto de reconfigurar el Estado en función de un papá Estado que todo lo cree saber.
Se necesita restaurar la confianza entre empresas y Estado para crear riqueza social y aprovechar la voluntad de un capitalismo con criterios conscientes y de equilibrio en asuntos de interés colectivo, los mismos por los que tanto aboga el progresismo.
Estado y empresas constituye una relación virtuosa generadora de prosperidad. Si se quiere, inseparable. En un país de problemas, defender a las empresas no es un acto en función de la rentabilidad de unos pocos. Es repicar campanas sin parar con un mensaje: no destruir su poder virtuoso que ayuda a construir el progreso de la sociedad.