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Muchas madres, cuyo día hoy celebramos con jolgorio, son seres que destinan sus ciclos vitales a prodigar entrega, compromiso y amor; por eso, no es de extrañar que todos –en medio de las diferencias propias de la inevitable y difícil condición humana– quepamos en sus pletóricos corazones, donde también anidan las congojas y las alegrías, porque ellas suelen ser mujeres dulces, sencillas, generosas, bondadosas, que hacen de la entrega y el servicio a los demás su prédica cotidiana.
Son esposas amantes, virtuosas, sacrificadas y ejemplares. Mamás querendonas y dicharacheras que llenan a los suyos de consejos, besos y abrazos; y, si tienen nietos, son abuelas mimosas por las que ellos se desviven. Ellas son las supremas ecónomas del hogar, las que de pocos ingresos hacen inmensas fortunas para atender a los gastos caseros; son personas para las cuales el existir solo tiene sentido si trabajan, luchan y dan ejemplo, porque suelen ser mujeres llenas de virtudes que, en contra de la tendencia generalizada en esta sociedad descompuesta, dedican su peregrinaje terrero a construirse como buenos seres humanos y a educar a los suyos para que continúen con sus huellas imborrables.
Las verdaderas madres son seres entrañables siempre dispuestos a perdonar los equívocos de sus hijos, por eso no alojan tirrias contra ellos en sus almas compasivas y están siempre dispuestas a recibirlos con los brazos abiertos, como si fueran cielos azules; ellas no admiten derrotas y quieren lo mejor para los suyos. En sus invocaciones y súplicas habituales todos tenemos nuestro secreto lugar; ellas prodigan ternuras y felicidades sin mirar a quién porque, como dice la gran poetisa chilena Gabriela Mistral, saben recitar a nuestros oídos: “Cuando vaya libre por los caminos, aunque esté lejos, el viento que lo azote me rasgará las carnes y su grito pasará también por mi garganta. ¡Mi llanto y mi sonrisa comenzarán en tu rostro, hijo mío!”.
Por supuesto, cuando en un país tan fatigoso y adolorido como el nuestro –después de batallar muchos años con las dificultades y las adversidades– las ve uno llegar a edades muy avanzadas acompañadas de una buena salud física y mental, entiende que ello es fruto de su perseverancia, paciencia, fe, entrega y, desde luego, de una gran fortaleza espiritual que las hace brillar como las estrellas en la noche decembrina o soles matutinos que, con su energía, hacen posible el milagro de la vida.
Las madres, no se olvide, no solo nos han dado la existencia sino que son seres regalados por el Creador para adornar nuestros caminos; ellas, son personas que se hacen querer y suscitan aprecio, admiración y mucha gratitud, porque cada día que pasa aparecen con un aire nuevo para sembrar la concordia y el sosiego domésticos. Por eso, en un día tan especial como este, estamos obligados a darles a todas nuestras más sentidas gracias por estar aquí; además, por brindarnos lo mejor de su tiempo, por regalarnos sus mejores y más prudentes admoniciones, por hacernos reír y contagiarnos de alegría, fe y optimismo. Y, por supuesto, por permitirnos disfrutar de sus más constantes atenciones.
Gracias, pues, queridas madres –y también lo hacemos con las ausentes, siempre presentes en todos los espacios y momentos cotidianos– por hacer que nuestro trasegar haya sido mejor y más agradable; sus ejemplos son maravillosos alicientes para vivir y luchar, para rechazar las contrariedades y los sinsabores, para enfrentar con hidalguía los triunfos, las derrotas y las dichas. Gracias, por irradiar la luz que alumbra el camino y guiarnos por los senderos de la vida; y, con la escritora ya citada, por decirnos con una infinita dulzura que atraviesa todas nuestras fibras más íntimas: “Hurgo con miedo de ternura en las hierbas donde anidan codornices. Y voy por el campo silenciosa, cautelosamente: creo que árboles y cosas tienen hijos dormidos, sobre los que velan inclinados”.¡Por eso, no lo olvidemos, subsistimos por ellas!.