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Columnistas | PUBLICADO EL 19 septiembre 2022

El Estado tramitómano

La tramitomanía ha sido una enfermedad hispanoamericana crónica, estimulada por una actitud de desconfianza convertida en norma irrevocable, y así estamos en Antioquia.

En dos años que lleva de expedida la más reciente ley antitrámites han seguido mortificando a los ciudadanos incontables diligencias absurdas, innecesarias y exageradas. Cuando se pretendía utilizar más tecnología y mejores recursos informáticos para facilitar la vida en las relaciones con las oficinas públicas, el papeleo inútil sigue en crecimiento. Esto es muy obvio en un país en el cual priman la idea y la práctica de la presunción de malicia y mala fe de los contribuyentes. Desde los tiempos de la conquista española y las relaciones administrativas entre la Corona, el Virreinato y los criollos, la tramitomanía ha sido una enfermedad hispanoamericana crónica, estimulada por una actitud de desconfianza convertida en normara irrevocable.

Las críticas expuestas por el Departamento Administrativo de la Función Pública en reciente informe de este diario refrescan los datos sobre el incremento descontrolado de la tramitomanía, con perjuicio para la eficacia de numerosos municipios y, por supuesto, con pérdida de confianza de los particulares en la capacidad ejecutiva de los gobernantes locales. Esto pasa en decenas de pueblos de Antioquia y no se sabe cuántos de todo el mapa colombiano. Cualquier certificado tiene que gestionarse dentro de un proceso que se vuelve interminable y en el que no basta con la presencia del interesado puesto que se impone la participación de terceros como tramitadores, asesores, auxiliares o consejeros, con la consiguiente actuación de tinterillos que posan de expertos y suelen trabajar en un ejercicio ilegal de la abogacía, tolerado por obra de la costumbre, para el manejo de diligencias irrelevantes.

Esa es una de las fuentes de corrupción que más se reproducen. El exceso de trámites, que agrava la megalomanía estatal y sostiene numerosos trabajos paralelos, no parece que tuviera fin. Por un lado, se recortan y simplifican diligencias en virtud de los buenos propósitos depurativos de los que han asumido la responsabilidad de impulsar los estatutos antitrámites cursados cada cierto tiempo. Por el otro, cada mandatario local, regional o nacional va encargándose de inventar nuevas exigencias, de abrir más taquillas y crear nuevos puestos, porque la burocracia oficial es la más codiciable fábrica de empleo en muchas localidades que no tienen o no fomentan otras actividades productivas y se conforman con que el presupuesto alcance para mostrar la cara de un Estado generoso y protector que no olvida a los amigos y patrocinadores de las campañas electoreras.

¿Va a cambiar esa realidad en el nuevo gobierno del cambio? Cada ministerio nuevo, cada secretaría en una administración de cualquier nivel (¿cuántos secretarios hay en un gabinete municipal como el de Medellín?) implica la construcción de un pesado y ruinoso andamiaje de subsecretarios, auxiliares y nuevos contratistas que van a repartirse el presupuesto como premio por la fidelidad política. Así no vale la pena idear y crear empresas, optimizar las posibles fuentes de empleo útil y productivo, enseñar con el ejemplo a no vivir esperando la munificencia y la tradición regalona de las entidades públicas 

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