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Tiene que estar muy fregada una sociedad para que, en nombre de un absurdo garantismo jurídico y de una veneración alucinada de las libertades, haya quienes defiendan el derecho al insulto y desconozcan la protección de prerrogativas inalienables de los ciudadanos, de los seres humanos, como el buen nombre, el prestigio y el reconocimiento ante los demás. Agredir, injuriar y calumniar, insultar en el escenario contaminado de las llamadas redes sociales, no puede catalogarse como un derecho. Pero como asistimos a la degradación de la norma legal como reguladora de las relaciones entre los asociados, como el mundo está patasarriba, no resulta sorprendente que esté invocándose esa forma posmoderna de atentado contra derechos personalísimos.
Hoy en día, hay que ser audaz e intrépido para expresar con alguna comodidad un simple o complicado punto de vista por medio de una de esas plataformas informáticas por las que circulan las aguas negras del aborrecimiento y la tentativa continua de linchamiento moral de los contrarios. Las redes que se vuelven antisociales cuando predominan sujetos que las utilizan para abrirle campo al pensamiento totalitario y atropellar y excluir a los que se opongan a su dialéctica del amedrentamiento, la amenaza y el descrédito de los contradictores. Llámense bodegas, pelotones clandestinos de agresores protegidos por el anonimato feroz, propagandistas paniaguados de empresas ideológicas, políticas o carentes de bases racionales, a toda hora van saltando esos mensajes de destructores clandestinos de honras y famas y de derechos fundamentales.
Es el cuarto de hora de los insultólogos. Es decir, de personajes que en un abrir y cerrar de ojos han pasado de ser charlistas y lenguaraces aplaudidos en un entorno de chismosos, a convertirse en centros de atracción pública por su capacidad de volver añicos el prestigio de todo el que se les atraviese. De las reducidas audiencias en los cafés, en los despachos de los amigos o en los corrillos callejeros, brincan a la condición de referentes del imaginario colectivo. Les basta con acusar a Fulano de Tal de ser un pícaro, al de más allá de ser un corrupto, al otro de ser un inepto que no merece mínima confianza, al de la esquina de ser paraco o guerrillo. Todo, sin pruebas, sin argumentos, con la sola licencia de espectadores contentos con que los entretengan mediante una cháchara tan irresponsable como delictuosa.
Ser insultólogo es la clave del éxito de no pocos ciudadanos incluso hasta inteligentes, que se arman de falacias y denuestos para ganarse sin esfuerzo la fama de preclaros líderes de opinión. El nombre se lo debemos a un lúcido profesor y crítico de la tiranía impuesta en las llamadas redes sociales como instrumentos fáciles de difusión malévola. Los insultólogos están disfrutando su cuarto de hora