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Le prometí a Cipión que escribiría sobre el asedio a que nos tienen sometidos los canófobos o cinófobos, es decir esos individuos que aborrecen a los perros, como si pretendieran que la sociedad humana retroceda y abomine de los animales domésticos y de compañía, a pesar de que hacen muchísima falta normas razonables que mejoren una relación de amistad que data de más de catorce mil años. Antes aclaro que mi compañero Cipión se llama así por el personaje de Cervantes que hablaba con su amigo perruno Berganza en El coloquio de los perros.
La canofobia debería ser palabra aceptada en el diccionario. También se dice cinefobia, por derivación de kinós, perro en griego. Es una forma de zoofobia, de odio a los animales, catalogada como un trastorno de ansiedad y que puede tratarse, dicen psicólogos y etólogos, mediante la exposición o la familiarización hasta que la cercanía y la familiaridad hagan desaparecer el rechazo. Pero no es fácil que los canófobos acepten razones. Por ejemplo, que en muchas unidades residenciales flexibilicen las disposiciones reglamentarias restrictivas que ponen a los perros en la condición de enemigos de los seres humanos, de agresores peligrosos. Es cierto que hay perros que encarnan un potencial homicida, como el pitbull, pero no me digan que un border collie enraizado en fino colombiano contradiga las leyes de la genética y deje de ser protector amigable y tierno, inteligente y gran colaborador como vigilante insomne del hogar.
Las lagunas jurídicas, los amplios vacíos legales en materia de protección real a los animales se notan en actitudes hostiles, exclusiones absurdas, tendencia a quejarse por fruslerías y en general un irrespeto y un acoso a los vecinos que les enseñan a sus mascotas a comportarse bien. Así mismo, es inaceptable que las empresas de aviación, las flotas de buses que recorren el país, no faciliten el transporte de perros de compañía y otros animales domésticos (siguen los gatos) que forman parte, sin exageraciones, de las agrupaciones familiares. Eso sí, no admitiría nunca si me fijaran como condición para venderle tiquete aéreo a Cipión que lo disfrazara con camisa, saco de cuadros y pantalones, boticas, corbatín, sombrerito bombín y gafas oscuras. Casos se ven de tal ridiculez.
El perro no es un hijo, no es un sobrino, ni un primito. No es un ser humano. Pero ha sido en todo el reino animal el gran compañero del hombre. Es una relación originada en tiempos inmemoriales. Debe mejorarse, evolucionar, no involucionar por causa de la canofobia irracional de vecinos asustadizos e intolerantes. Hallazgos arqueozoológicos indican la aparición de vestigios óseos de perros y seres humanos que convivían en el poblado de Kutzemendi, en las Vascongadas, más de diez mil años atrás. El inmenso poeta Lord Byron les hizo frente a los chismes con que lo asediaban sus detractores, con la frase muy famosa, que para muchas situaciones puede ser aceptable: “Mientras más conozco a los hombres más quiero a mi perro”.