viernes
3 y 2
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Me creo una buena conductora, al menos nunca me he chocado. Nado lo suficiente como para no ahogarme y soy capaz de pasarme una piscina olímpica por debajo del agua. Aún puedo hacer un salto mortal en el trampolín. Tengo buena mano para las plantas. Abono y podo según las fases de la luna. Leo unos cincuenta libros al año. Al mejor estilo de mi abuela soy capaz de cocinar sin consultar ninguna receta.
Si me vieran, se reirían de la forma como parqueo en reversa, del nadadito de perro, de mis caídas en el trampolín y mi eterna lucha contra el pulgón y la memoria. Lo acepto: leo muchos libros pero no recuerdo casi ninguno. A veces riego tanto las plantas que termino ahogándolas. Se reirían también de mis inventos culinarios fallidos, pero sobre todo, de mi capacidad para echarme flores. Según yo, no me han contratado en un restaurante con estrella Michelin porque no he aplicado al cargo y no he cruzado a nado el Atlántico por falta de tiempo. Mi meta es hacer un mortal doble, manejar hasta la Patagonia y tener una selva dentro de la casa. En el vivero me saludan por mi nombre, las hijas de mis amigas están en clases de gimnasia olímpica por mi culpa y en vez de dejar de comprar libros acabo de instalar otras dos estanterías porque tengo clarísimo que para los libros y las plantas siempre tiene que haber espacio.
Desde niños nos califican y nos critican los aspectos más discordantes de nuestra personalidad. También nos hacen saber cuándo no encajamos y nos cobran caro el atrevimiento de exhibir nuestras rarezas. Ahora resulta que cualquier persona oculta tras un seudónimo se atreve a opinar, descalificar y lanzar insultos. Creo que en un mundo tan hostil, lo verdaderamente revolucionario es echarse flores, hacerse barra, encontrarse virtudes y celebrárselas. Hay que aprender a decirse cosas bonitas en vez de quedarse esperando a que otros nos las digan. Ya lo había dicho Erasmo de Rotterdam: «Hace uno bien en alabarse a sí mismo cuando no encuentra otro apologista».
Como el sistema educativo se ha empeñado en promover la competitividad, el otro se convierte en alguien a quien hay que vencer en vez de exaltar. A fin de cuentas, el primer puesto solo puede ser alcanzando por un individuo y los demás siempre seremos segundones. En el caso de las mujeres, el concepto de alabar parece reducirse solo al aspecto físico. Desde niñas nos incitan a perder una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo intentando ser bonitas para que alguien lo note y nos lo diga a la cara. Pareciera que sin validación externa la autoestima se nos va al suelo. Nos encerramos en una jaula y ponemos en manos de un tercero la única llave capaz de abrir el candado. Preferimos recibir flores en vez de sembrarlas, quizá porque el mundo que nos exige ser productivos, es el mismo que nos convence de que sentarnos a ver crecer las plantas es una pérdida de tiempo. Yo paso horas contemplándolas y lo recomiendo: viéndolas florecer fue como aprendí a echarme flores.