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Por Nicolás Loaiza Díaz
Desde Aristóteles, hemos dado por sentado que nuestras decisiones se basan en la razón. La economía clásica asume que cada persona toma decisiones racionales analizando todos los parámetros posibles y llegando a conclusiones óptimas. Esto ha sido rebatido desde hace varias décadas y muchos investigadores buscan entender mejor cómo decidimos.
En 1974 Feynman dijo: “El primer principio es que uno no debe engañarse a sí mismo —y uno es la persona más fácil de engañar—”. Él pensaba que debíamos conocer nuestros limitantes para poder entender nuestros alcances.
Podríamos asumir que, después de millones de años de evolución, nuestro cerebro está diseñado para pensar bien, racionalmente, sin limitantes ocultos. Pero el desarrollo cerebral por selección natural no ha estado impulsado por la pretensión de “pensar bien”, sino de mantenernos vivos.
De acuerdo con los profesores Richerson y Boyd, el incremento en la capacidad cerebral que permitió el desarrollo de la cultura como característica adaptativa está hecho para la velocidad, no para la comodidad. Es más importante detectar rápidamente depredadores, comida, amigos y enemigos, entre otros objetivos de supervivencia, que analizar la información que tenemos a disposición de forma detallada, tratando de discernir sus fuentes, intenciones, vacíos, etc., para poder tomar una decisión informada.
Durante los años 70, Tvesrky y Kanhneman llamaron sesgos cognitivos a los patrones de respuesta sistemáticos, pero defectuosos, que tenemos los seres humanos cuando se nos presentan problemas de juicio y decisión. Entre estos están el sesgo de confirmación, o sea, la tendencia selectiva a buscar o interpretar información de forma tal que compruebe nuestras hipótesis o preconcepciones; la falacia del apostador, que es la tendencia a pensar que la probabilidad de eventos futuros se afecta por eventos pasados; la heurística de disponibilidad, que sobreestima la importancia de la información que está inmediatamente disponible en la mente para cada persona, sin importar lo poco frecuente o estadísticamente rara que pueda ser; el sesgo endogrupal, que es la tendencia a darle trato preferencial a otros que son percibidos como miembros del propio grupo; la correlación ilusoria, es decir, la tendencia a crear relaciones tipo causa efecto entre eventos en los que esta correlación no existe; el efecto halo o de primera impresión, que es la tendencia a que la primera impresión sobre algo se extienda a otros rasgos de ese algo, o el efecto de arrastre o moda (cascada de disponibilidad), es decir, la tendencia a tener comportamientos o creencias basados en que muchas otras personas tienen esos mismos comportamientos y creencias.
Estos ejemplos demuestran cómo algunos sesgos inciden en la toma de decisiones. En los procesos democráticos, la decisión es fundamental. Entre otras situaciones (el imperio de la ley, la independencia de poderes, el monopolio de la fuerza, etc.), una democracia madura depende de que los individuos tomen elecciones autónomas e informadas.
Ante la avalancha de información, los ciudadanos tenemos que usar nuestro escepticismo para cuestionar sistemáticamente toda la que nos llega y elegir autónomamente. Esto es aplicable para los próximos comicios presidenciales, pero también para los municipales y las juntas de cualquier índole, entre otros.
Cuestionar nuestra “racionalidad” en el momento de elegir parece ser la mejor práctica. Recordemos que existe otro sesgo que nos acecha, el del punto ciego: la inhabilidad de reconocer los propios sesgos