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Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
La vida no es una pasión inútil, como dijo Sartre, pero hay que aceptar que hemos convertido el acto de vivir, el hecho de vivir, en un enloquecedor rompecabezas de pasioncillas inútiles. Y son ellas las que como sanguijuelas nos chupan la sangre. Y el alma, que es lo peor.
Quitémosle de entrada a la palabra pasión cualquier enjuiciamiento moralista. Los libros ascéticos de todas las religiones están centrados en una insoportable condena de las pasiones, consideradas como sementeras de placeres prohibidos. De forma maniquea se identifica pasión con pecado y es ahí donde el diablo todo lo enreda. Pero no es por ahí la cosa. El dilema, a la hora de buscar la serenidad no es si la pasión es buena o mala, sino si es útil o inútil.
Y para descubrirlo hay, a mi juicio, dos criterios. El del fanatismo es uno. Cuando la pasión se desborda, se fanatiza. Y al fanatizarse se pervierte el sentimiento que le da origen. Acabamos perdidos en una maraña de irracionalidades y despropósitos que desdicen de la condición humana. Hasta las cosas más noble (el mismo Dios, por ejemplo) pueden convertirse en una pasión inútil y peligrosa si se fanatiza.
Otro criterio es la humildad. Pero hay que despojar la humildad de ese contenido piadoso con que suele confundirse. “Humildad es andar en verdad”, decía santa Teresa. Es la mejor definición. Detrás de toda pasión inútil hay un espejismo, una pérdida del sentido de la realidad, una mentira. Para poder gozar hay que ser humildes, es decir, aceptar los límites. La verdadera pasión de los amantes se da cuando se aceptan como son, cuando no le tienen miedo a la desnudez del cuerpo ni a la desnudez del alma.
Hay que ser racionales. Pedirle peras al alma es un síntoma de que uno se está perdiendo por los manglares de una pasión inútil. También se descubre esta cuando se empieza a sentir compulsión u obsesión, lo que conduce irremediablemente a la soberbia, que es andar en la mentira, si no nos atenemos a la definición de humildad dada por santa Teresa. Es aquí donde se pierden los estribos, se le desboca a uno el caballo de la pasión, crines al viento y belfos enardecidos. En el rastrojo queda tendido el cuerpo maltrecho del jinete descabalgado porque le faltó rienda para domeñar encabritamientos.
En conclusión, a los caballos briosos, que tal son las pasiones, hay que pasarles la mano por el lomo para que se dejen poner el freno. Tan bella que es la vida cuando es como un yegüita de paso fino, limpia, noble, elegante, tensa, sudorosita. Eso: la felicidad huele a yegua sudada.