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Al margen de lo que ocurra con Donald Trump, la mesa está servida para quienes sostienen que la democracia “no es la opción” y defienden la libertad de expresión solo cuando favorece a sus copartidarios.
Twitter y Facebook, compañías privadas disfrazadas de ágoras con sus propias normas, se reservan el derecho de admisión como cualquier hotel de Trump. La diferencia ahora radica en que, al suspender la cuenta de uno de los hombres más poderosos del planeta, con más de 88 millones de seguidores, marcan un precedente: trasforman la arquitectura original de las redes sociales cuyo fundamento es la libre expresión.
Muchos cayeron bajo el espejismo de la horizontalidad: “Mañana me puede suceder a mí”. No, mañana no le va a pasar a usted (o no por las mismas razones) a menos que pueda incitar a una turba para tomarse el recinto de la democracia estadounidense. Donde quiera que hable Trump sus palabras serán difundidas en otras redes u otros medios de comunicación –de su propiedad o ajenos–. Congelar temporalmente la cuenta de Álvaro Uribe o de Pepito Pérez, por ejemplo, no tiene trascendencia global.
La pregunta no es ¿por qué Twitter suspendió a Trump? sino ¿por qué se necesitaron centenares de vándalos (tomándose selfies mientras destruían el Capitolio) y seis muertos para hacerlo? ¿Por qué ahora posan de héroes si durante años se lucraron del tráfico de @realdonaldtrump?
Aunque suspendieron la cuenta cuando ya constituía un riesgo inobjetable para la seguridad colectiva, es facilista echarle toda la culpa a Twitter por nutrir el engendro. ¿Dónde nos quedamos los medios de comunicación, engolosinados con los “personajes mediáticos”, la droga adictiva del rating? ¿Y los partidos políticos? ¿Cuál es la responsabilidad de los señorones rezanderos, padres ejemplares, del Partido Republicano? Trump, el desaforado, existía antes de la campaña de 2016: fuimos sus parlantes, como lo hemos sido con muchos personajes peligrosos para la democracia. ¿Quién era María Fernanda Cabal antes de la muerte de Gabriel García Márquez? La lista es larga: Moreno de Caro, “Manguito”, Benedetti... Es cuestión de decisiones editoriales basadas en el interés público. Abrirle micrófonos a un zoquete no es “libre expresión”: es hacerle eco a un zoquete.
¿Cómo decidir quién es irrelevante o peligroso? Eso se debate en espacios colectivos, plurales: los consejos de redacción. Invitar a cabinas de radio, sets de televisión y páginas de impresos a propagadores de discursos de odio (racistas, xenófobos, neonazis, etcétera) es complicidad. Si alguien miente a las audiencias es suficiente razón para no volverle a consultar, a menos que se retracte públicamente.
Pero las redes son un ecosistema muchísimo más exigente. Para conservar su arquitectura original, necesitan más que listones de advertencia para lectores y fact-check. Twitter y demás redes no pueden enarbolar las banderas de la libre expresión sin reconocer que toda libertad exige responsabilidad activa y oportuna.
¿Es la era de las redes de “izquierda” versus de “derecha” como lo han sido tantos medios masivos? ¡En la medida en que insistan en pastorear un rebaño de borregos del algoritmo, levantarán un muro a la creatividad, al disentimiento, al pensamiento!
Demócrata no es quien defiende la libertad de expresión de sus similares solamente, ni el que duda de la democracia cada vez que exhibe su mayor fragilidad; como toda creación humana, somos nosotros quienes le damos vida