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Querido Gabriel,
Por lo que ha pasado en el mundo en las últimas décadas y, en particular, por los resultados de la primera vuelta de la elección presidencial en Colombia, creo que hablaremos bastante de la democracia en los próximos años. Por eso, te propongo una tertulia acerca de cómo cuidarla, sobre qué tener en cuenta antes de votar y, desde luego, sobre lo que podemos hacer después del 19 de junio. Es una pregunta abierta, nadie sabe muy bien cómo responderla, pero bien vale la pena, al menos, plantearla.
Quizás lo primero para salvar la democracia sea dejar de angustiarnos por sus vaivenes y sus patéticos espectáculos. A pesar de la tormenta que ha afectado hasta a las más admiradas sociedades occidentales, aún esperamos demasiado de la clase política y de los gobiernos. Incluso el Imperio romano, una de las sociedades más exitosas de la Antigüedad, tuvo apenas un puñado de gobernantes extraordinarios entre los setenta emperadores que lo gobernaron durante más de quinientos años. ¿Por qué no ver la política como una profesión más, ejercida por seres humanos como nosotros, con defectos y mezquindades?
De pronto debamos votar desapasionadamente, con pragmatismo, sin demasiadas ilusiones. Al humanizar la profesión del político, debemos reconocer que una elección consiste, generalmente, en ponernos del lado del mal menor. Al fin y al cabo, elegimos entre personas con alguna dosis de narcisismo y, seguramente, dispuestas a hacer casi lo que sea por alcanzar el poder. ¿No fue Montaigne quien, desilusionado, escribió que en la política el engaño y la mentira parecen ser absolutamente necesarios?
Habría que recordar, por otro lado, que a la democracia liberal la terminan salvando ciertas reglas simples, pero esenciales, que hay que proteger ante todo y frente a cualquiera que pretenda atentar contra ellas. La limitación de periodo, la separación de poderes, las libertades individuales, la economía de mercado, la protección de los derechos humanos, entre otros, conforman un núcleo de valores irrenunciable, sin importar lo que nos prometan a cambio. Si nada nos inspira ni representa, debemos votar por estas ideas, por quien menos mal las encarne y las acoja. Las instituciones encauzan a los gobiernos, impiden los excesos autoritarios y previenen las rupturas democráticas.
Aunque las elecciones son importantes, la democracia la salvamos todos los días. Nos pueden servir las reglas personales que Yascha Mounk propone en su reciente libro El gran experimento. Primero, sugiere actuar consistentemente de acuerdo con nuestros valores, no dejarnos manipular por nadie; segundo, plantea que debemos estar dispuestos a criticar a “los nuestros”, ya que algunos de ellos serán también inmorales y cínicos; tercero, invita a no ridiculizar ni vilipendiar a nadie, porque erosiona las potenciales alianzas con quienes podríamos, en el futuro, avanzar hacia un proyecto compartido de sociedad. Estos, por supuesto, son comportamientos que van más allá del día de las votaciones; tal vez por eso, y con esto quiero que abramos nuestra conversación, el escritor venezolano Moisés Naím sentenciaba hace poco que, al fin y al cabo, “la democracia es lo que pasa entre elección y elección”