viernes
0 y 6
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Querido Gabriel,
Aquella fue una mañana triste. Sentado en las escalas, frente a la cancha, miraba a mis compañeros jugar. Ese día, el dueño del balón decidió, de pronto, que yo no jugaría. Estaba listo para dar lo mejor de mí, pero tres palabras trastornaron mi pequeño mundo: “Tú no juegas”. Fueron unos meses difíciles. Sentarme a mirarlos, dar una vuelta, ir a la biblioteca y no poder concentrarme, luego volver a la cancha de básquet, con cara de tragedia. Me sentía culpable. ¿Sería por malo?, ¿por nerd?, ¿diría algo indebido? Acariciaba pensamientos de revancha: “Le voy a dañar el balón, voy a conseguir plata para comprar otro y no lo invito”... pero nunca hice nada. Al otro día iba al colegio y en el recreo me sentaba de nuevo a observar. Hasta que, un día, como si nada, se me acercó el niño responsable de mis penurias y me invitó a jugar de nuevo.
Los antiguos filósofos reflexionaron mucho sobre la venganza. Marco Aurelio, el emperador estoico, por ejemplo, proponía controlar la ira y nunca quejarnos. Como mínimo, decía, nuestra respuesta ante una ofensa debería ser la indiferencia. Vengarnos no ayuda, no nos hace sentir mejor, solo nos rebaja al nivel del agresor. “Antes de partir para un viaje de venganza, cava dos tumbas”, le atribuyen a Confucio.
Musonio Rufo, por otro lado, proponía que la indiferencia y la tolerancia no implican la aceptación silenciosa y pasiva. Ante las agresiones, los crímenes y los engaños, y si queremos servir a la gente, la rabia no nos servirá de nada. Lo que debe pretender quien de verdad busca el bien común, decía este filósofo, es la justicia. Nuestra máxima aspiración, por ende, debería ser esta y no el castigo, porque lo realmente importante es asegurarnos de que las ofensas, los daños o los delitos no sucedan de nuevo.
En el año 175, Avidio Casio, el más querido general del imperio romano, intentó un golpe de estado, traicionando al emperador Marco Aurelio. Este tenía razones suficientes para ponerse furioso y, literalmente, volverlo pedazos. Sin embargo, su respuesta aún retumba, casi 2000 años después, desde sus Meditaciones: “Mi mejor venganza será no parecerme a él”. Además de la indiferencia y de la búsqueda de la justicia, este gobernante sabio comprendía que la ofensa del otro nos motiva a preguntarnos, humildemente, si algo de esa maldad que produce nuestro dolor no estará también latente adentro nuestro.
Llegar hasta este nivel sería ya suficiente victoria. ¿Pero es posible ir más lejos alguna vez? En mi historia, cuando nos hicimos amigos y fueron pasando los años, decidí que nunca le diría nada a ese niño. Pero un día, en un arranque de sinceridad y convencido hacía rato de su bondad, le pregunté por el incidente. No tenía idea, por supuesto, pero se disculpó con entusiasmo y algo de vergüenza. Hace unas semanas quedamos para almorzar. Tocan el timbre, abro la puerta de la casa y aparecen su sonrisa y sus ojos azules clarísimos. Antes de saludar, me estira su mano, en ella hay un pequeño balón de básquet: “Mira, ¡te lo debía!”.
Me cuenta de su familia y yo de mi enamorada, hablamos del futuro. Al final nos abrazamos y quedamos de vernos, ojalá, más de una vez al año. Cada mañana, mientras me preparo para salir, observo el balón entre mis libros, recuerdo esos meses de soledad infantil, pienso en esta amistad que hoy me honra, vuelvo a sentir el calorcito del perdón, y se me ocurre, quizás podamos hablar de esto en la tertulia, que la mejor venganza es la que jamás sucede
* Director de Comfama