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Que vivir en Medellín sea motivo de orgullo es trabajo de más de dos millones de personas, no de la ilusión reconfortante de un líder con la capacidad de revertir cualquier desastre y cargar con la ciudad a sus espaldas.
Por Sofía Gil Sánchez - @ladelascolumnas
Hace poco más de un mes Medellín cambió su rumbo. Es un alivio que los juegos de adivinanzas sean diferentes a “dónde está el presupuesto de la ciudad”, que el único que esté de fiesta no sea el exalcalde, que las conversaciones en familia giren en torno a la esperanza y no a la corrupción. Pero la alegría de volvernos a mirar a los ojos, de saber que la confianza está regresando a los barrios, de erradicar la estigmatización a los empresarios, de evidenciar procesos transparentes, no puede opacar la responsabilidad de construir, o más bien reconstruir, ciudad. El triunfo agridulce de saber que los responsables del daño están a varios aviones de distancia, no debería marcar un retorno a la pasividad eterna y la creencia en los políticos redentores.
Los resultados de las elecciones locales, la sanción social al exalcalde y sus aliados – causando que en todo el país su nombre se asocie con corrupción –, la salida apresurada de sus colaboradores, prueba que el accionar de la ciudadanía tiene consecuencias directas en la política.
No es momento de arriesgar el poco terreno ganado durante estos cuatro años: que los amigos supieran de las decisiones del Concejo de Medellín, que en las conversaciones en los buses se hablara de los escándalos de la Alcaldía, que personas de distintas profesiones se convirtieran expertas en Secop, que las redes sociales se tornaran en un espacio de denuncias ciudadanas con eco en la agenda de la opinión pública, que todos defendieran a Medellín desde el espacio que les corresponde.
Al alcalde electo le corresponde entregar a la Procuraduría y Fiscalía las evidencias de lo que padeció la ciudad, recuperar el modelo de ciudad, fortalecer relaciones que permitan el progreso de la ciudad, invertir de manera eficiente el poco presupuesto que no se encuentra comprometido, realizar rendiciones de cuenta, construir un Plan de Desarrollo que cubra las necesidades que otros crearon. Sin embargo, los demás actores no pueden retornar a ser eternos espectadores, es su responsabilidad ser agentes activos comprometidos con la construcción de tejido social y urbano.
Si tanto resistir como desterrar una pésima alianza de consanguinidad que posaba como Administración Distrital requirió de un esfuerzo colectivo, ¿por qué reconstruir la ciudad a partir de las piezas restantes del desastre sería una labor solitaria?
Que vivir en Medellín sea motivo de orgullo es trabajo de más de dos millones de personas, no de la ilusión reconfortante de un líder con la capacidad de revertir cualquier desastre y cargar con la ciudad a sus espaldas. No existe una señal en el cielo que asegure la aparición de un superhéroe ante la crisis, una habilidad sobrenatural que resuelva desde la congestión vial hasta los problemas económicos o una agenda repleta de soluciones instantáneas. Pero sí una comunidad que tiene experiencia en construir sobre lo destruido, que su resiliencia le permitió resurgir después de la más cruda de las violencias, que “salir adelante” es su lema de vida.
A partir del primero de enero, Medellín tendrá a su favor no sólo a un alcalde con ganas de trabajar por el bienestar colectivo, sino a una ciudadanía que no volverá a permitir que un esclavo de su ambición se apodere de su destino.